El edificio presidencial estaba fuertemente custodiado. Apenas el auto se detuvo, una escolta de soldados escoltó a Ryuusei hasta el interior. La nieve caía con fuerza, pero dentro, el ambiente era cálido y peligroso por otras razones.
Lo condujeron a una sala privada, revestida en madera oscura y sobriedad. En el centro, el presidente lo esperaba. Un hombre imponente, con mirada fría, acostumbrado a decidir el destino de naciones con una sola orden.
—Ryuusei —dijo sin rodeos, su voz profunda resonando en la sala—. Quiero hablar contigo… a solas.
Rubosky asintió en silencio y salió, junto con los guardias, sellando la puerta. El presidente caminó hacia él con paso firme, examinando al hombre de la máscara del Yin-Yang.
—Has causado un revuelo. No solo por traer a Volkhov y la niña, sino por cómo lo hiciste. En el fondo, has cumplido. Y eso es lo que me interesa.
Ryuusei permaneció de pie, en silencio. No era temor. Era respeto por el peso de la autoridad que tenía delante.
—Quiero hacerte una propuesta —continuó el mandatario, deteniéndose a unos pasos—. Quédate. Quédate en Rusia. Te daremos una nueva identidad, una vida de lujo garantizada. Serás ciudadano ruso. Un héroe invisible. Y trabajarás directamente para el gobierno, eliminando las amenazas que no podemos. No necesitarás exponerte nunca más.
El silencio que siguió fue espeso. Ryuusei bajó la mirada un segundo, fingiendo una profunda consideración, y luego negó con la cabeza.
—No, señor.
El presidente alzó una ceja, la decepción velada por el asombro.
—¿No?
—No por falta de respeto. Pero no puedo. No vine a Rusia para servir a una nación. Vine a cumplir una promesa —dijo, recordando la promesa hecha a Aiko y ahora a Volkhov—. Y ya lo hice. Pero tengo otros planes… uno que muchos considerarán una locura, pero que es mi única verdad.
El presidente entrecerró los ojos.
—Habla.
Ryuusei dio un paso al frente, su voz se mantuvo firme, sin titubeos.
—No quiero formar parte de ningún ejército. Ni del suyo, ni de nadie. Quiero fundar algo nuevo. Quiero crear una era de paz. Tal vez dure cien años… tal vez trescientos. Pero será paz verdadera. No impuesta por armas, sino por unidad global.
El presidente no habló. Solo lo observó, intentando descifrar si era un idealista ingenuo o un megalómano peligroso.
—He visto lo peor del mundo, señor. Lo he vivido. Lo he sentido. Y por eso creo que podemos hacer algo distinto. No vine a dominar el mundo… vine a salvar lo que queda de él. Pero para hacerlo, necesito irme de Rusia. Libre, sin ataduras.
—¿Y crees que puedes simplemente irte así como así después de todo el caos que generaste? ¿Esperas que te dé mi bendición?
—No —respondió Ryuusei con sinceridad—. Pero le estoy pidiendo algo más valioso que un permiso. Le estoy pidiendo fe. No en mí… sino en la idea de que todavía podemos cambiar las cosas. El mundo necesita una pausa en esta locura de poder.
El silencio volvió a reinar, cargado con el peso de la historia y el cinismo político.
Finalmente, el presidente se sentó. Y por primera vez, lo miró no como a un agente peligroso… sino como a un joven que cargaba una esperanza demasiado pesada.
—Voy a pensarlo. Tienes dos días. No salgas del país sin autorización… pero tampoco serás encerrado. Eres un invitado de alto riesgo.
Ryuusei asintió.
—Gracias, señor. De verdad.
—¿Y esa "nueva era de paz"? ¿Cómo piensas empezarla?
Ryuusei sonrió levemente detrás de su máscara, pensando en sus dos compañeros.
—Ya la empecé… con una niña que solo quería una novela de cumpleaños y un muchacho que creyó en mí más de lo que yo mismo lo hacía.
Minutos antes de que Ryuusei y el presidente se encontraran cara a cara, los cuerpos inertes de Volkhov y Aiko fueron trasladados en una camioneta militar hacia una zona intermedia. Era un complejo apartado, sin vigilancia obvia, donde serían examinados antes de ser entregados al FSB para la autopsia.
—¿No que estaban muertos? —murmuró uno de los médicos al ver los rastros de sangre seca en la ropa de ambos.
—Sí, pero es raro… la piel está tibia —respondió otro mientras se acercaba con sus guantes quirúrgicos y un bisturí.
Aiko permanecía inmóvil, los ojos entrecerrados, el dolor simulado. Volkhov sentía los latidos de su corazón acelerándose con una fuerza sobrehumana gracias a la piedra. Lo habían entrenado para fingir. Pero jamás para esperar tanto tiempo sin actuar. Su cuerpo gritaba por la acción.
Uno de los médicos tomó el bisturí. Se inclinó peligrosamente cerca del pecho de Aiko.
Fue entonces cuando todo estalló.
—¡Ahora! —gruñó Volkhov, abriendo los ojos de golpe.
De su abrigo, sacó una pistola oculta, diminuta, pero letal. Disparó dos veces con precisión. Las balas impactaron directamente en la frente de ambos médicos. Cayeron antes de poder gritar.
Aiko, por su parte, abrió los ojos con una frialdad aterradora. Ya tenía la mano sobre el mango de su espada. Se incorporó con un ágil giro, y de un solo tajo, cortó el cuello del conductor que estaba a punto de reaccionar. La sangre salpicó el parabrisas desde adentro.
—Tarde, como siempre —dijo Aiko con una sonrisa cargada de adrenalina.
—Silencio, ahora no es momento para frases —le respondió Volkhov, la ira en su voz aún contenida, mientras arrastraban los cuerpos fuera del vehículo.
Pero no habían terminado. Al menos tres soldados escucharon el escándalo desde un pequeño puesto de vigilancia cercano. Corrían hacia ellos.
Volkhov se escondió tras la camioneta, disparando sin piedad. Su precisión, potenciada por su implante, era inhumana. Aiko se lanzó directamente contra uno, lo decapitó con precisión limpia, y utilizó el cuerpo como escudo para esquivar una ráfaga.
El segundo soldado ni siquiera llegó a disparar. Volkhov le clavó un cuchillo en la garganta, robado del cinturón del primero. El tercero intentó huir. Aiko se le adelantó y lo cortó por la mitad de la cintura.
—Eso fue ruidoso —dijo Volkhov, mientras su respiración se estabilizaba. Su cuerpo, aunque acelerado, se sentía en casa en la violencia.
—Debemos movernos. Ya —Aiko se agachó junto a uno de los soldados y empezó a quitarle el uniforme.
En cuestión de minutos, ambos estaban disfrazados con trajes militares rusos. Aiko incluso se recogió el cabello y se puso una gorra. Volkhov tomó una máscara vieja del compartimento trasero y se la colocó sobre el rostro.
—Ya estamos dentro —dijo él, con los ojos encendidos de adrenalina—. Solo hay que pasar desapercibidos… y encontrar el maldito avión.
—Y no morir en el intento —susurró Aiko, con el mismo entusiasmo mortífero, mientras caminaban entre los árboles, dejando atrás el escenario ensangrentado.
