La primera noche en Gryffindor
Me formé frente al prefecto Weasley y a otra adolescente de cabello oscuro y expresión firme que parecía ser la prefecta femenina de Gryffindor. Ryan Weasley había mantenido una sonrisa tranquila desde que se presentó en el Gran Comedor, pero su compañera era otra historia: rígida, de andar seguro y mirada crítica, como si ya estuviera evaluando a cada uno de nosotros antes de que cruzáramos el primer pasillo.
La niña malhumorada Longbottom se paró a mi lado junto con Susan Ross, quien parecía mucho más relajada. En ese momento, olvidé todo evento inesperado y hasta la decepción de no haber quedado con mis amigos en Slytherin se atenuó: me sentí entusiasmada al pensar en mi primer caminata por el castillo, ese mismo que tantas veces había imaginado en páginas y pantallas, y ahora lo iba a recorrer de verdad.
Los prefectos nos hicieron una seña con la mano para que los siguiéramos. Formados en una fila más o menos uniforme, los de Gryffindor y los de Ravenclaw avanzamos juntos, ya que al parecer las rutas iniciales coincidían. Me sorprendió ver que los prefectos de ambas casas se llevaban bien. Al menos no se lanzaban esas miradas incómodas o de desprecio que yo había asumido que existirían por la rivalidad de las casas. En silencio, agradecí esa pequeña tregua: significaba que al menos no habría conflictos inmediatos entre bandos de primer año.
El castillo nos recibió con un aire solemne. Las paredes de piedra, altas y frías, estaban iluminadas por antorchas que lanzaban destellos anaranjados. Cada paso hacía eco en el suelo, y la sensación era de estar entrando en un lugar vivo, cargado de historia. En mis anteriores lecturas y películas, Hogwarts siempre me pareció mágico y cálido. Pero estar aquí… la magnitud de sus pasillos y techos parecía opacarme, como si fuera una intrusa en un reino que no me pertenecía.
Me repetí en silencio: Esta vez viviré bien. Esta vez no voy a ser arrastrada por corrientes ajenas. Puedo escribir mi propia historia.
—No se queden atrás, por favor —Ryan alzó la voz con un tono amable, pero firme. Su compañera prefecta se encargaba de marcar el ritmo con pasos seguros, como una capitana marchando a la guerra.
Enid Longbottom bufó a mi lado.
—¿Por qué tanto alboroto por un paseo de medianoche? —murmuró.
—Porque es Hogwarts y no una granja cualquiera —le contestó Susan Ross con una sonrisa burlona.
—¡Oye! —replicó Enid, inflando las mejillas.
Yo reprimí una risa y preferí mantenerme callada, observando. En momentos como este me doy cuenta de que mi naturaleza observadora todavía me acompaña, aunque no sea la "come libros" de antes.
El trayecto se extendió más de lo que esperaba. Pasamos por cuadros que se movían y murmuraban cosas incomprensibles, armaduras que chirriaban al girar la cabeza, y ventanales enormes que dejaban ver la luna recortada sobre un cielo despejado. El aire olía a piedra húmeda, cera de velas y a ese aroma indefinible que solo tienen los lugares antiguos, como si cada muro almacenara siglos de secretos.
Al llegar a una torre, los Ravenclaw se separaron de nosotros y siguieron por un pasillo diferente. Me llamó la atención la facilidad con la que algunos parecían saber ya a dónde se dirigían, como si lo hubieran ensayado. Yo, en cambio, estaba a merced de los prefectos.
Finalmente, después de subir escaleras que parecían no terminar nunca —bendita sea mi decisión de no ir a Ravenclaw, pensé entre jadeos— llegamos frente a un retrato gigante de una mujer robusta con vestido rosado. Tenía el cabello recogido en un moño y una expresión que oscilaba entre la severidad y el buen humor.
—La Dama Gorda —susurró alguien a mi lado.
El cuadro cobró vida con un movimiento inesperado: la mujer se inclinó hacia adelante y nos evaluó con mirada crítica.
—Así que estos son los nuevos leoncillos —dijo con voz cantarina—. A ver si traen más entusiasmo que los del año pasado, que parecían ratones asustados.
Algunos niños rieron nerviosos. Yo sentí un escalofrío: nunca iba a acostumbrarme del todo a que los cuadros hablaran.
—La contraseña de este año es "Corazón Valiente" —anunció la prefecta con seriedad—. Repítanla, por favor.
—Corazón Valiente —murmuramos casi al unísono.
El retrato asintió complacido y se abrió hacia adentro como una puerta, revelando la entrada a la sala común.
Y ahí estaba: cálida, acogedora, iluminada por una chimenea enorme en la que ardían troncos crepitantes. Los sillones y sofás estaban cubiertos con telas rojas y doradas, y había mesas bajas llenas de libros y juegos de mesa mágicos. Tapices colgaban de las paredes con leones bordados y escenas heroicas.
Me detuve unos segundos en el umbral, dejando que la calidez del lugar me envolviera. Después del frío de los pasillos de piedra, la sala común era un refugio, como entrar a la casa de alguien que siempre te da la bienvenida con chocolate caliente.
—Bienvenidos a Gryffindor —dijo Ryan Weasley, y aunque lo dijo con naturalidad, algo en su voz tenía orgullo genuino.
Los niños corrieron a explorar, unos probando los sofás, otros acercándose a la chimenea. Yo avancé despacio, como si temiera que todo fuera un espejismo.
—¿No está mal, eh? —me dijo Susan, que se había detenido a mi lado.
—Es más cálido de lo que esperaba… —respondí.
—Pues acostúmbrate, Gaunt. Aquí vamos a pasar más tiempo del que imaginas.
Me giré hacia la chimenea y vi a Charlus Potter sentado en uno de los sillones, riendo con otro chico. Su risa era contagiosa, y durante un segundo pensé en acercarme… pero me detuve. Aún no.
La prefecta femenina nos reunió de nuevo.
—Chicos, presten atención. Les voy a mostrar dónde están los dormitorios. Las niñas por un lado, los niños por otro. No intenten colarse, las escaleras están encantadas y se lo impedirán.
Subimos por una escalera en espiral que parecía interminable hasta llegar a una puerta circular que nos condujo al dormitorio femenino de primer año. Había cinco camas con dosel, cada una cubierta con colchas rojas bordadas en dorado. Al pie de cada cama, un baúl esperaba, con nuestros nombres mágicamente grabados.
Me acerqué a la cama junto a la ventana. Desde ahí podía ver el cielo nocturno y las luces lejanas del castillo reflejadas en el lago. El corazón me dio un vuelco: era real. Todo.
Susan eligió la cama a mi lado, Enid la opuesta. Las otras dos niñas se presentaron como Martha y Lillian, aunque estaban tan nerviosas que apenas hablaron.
Me senté en el colchón suave, acariciando la tela. La emoción me sobrepasó. Durante años, este lugar había sido un sueño lejano, un escape imposible… y ahora, por azar o destino, estaba aquí.
Esta vez viviré bien.
Cerré los ojos, memorizando cada detalle, cada sonido, cada olor. Sabía que esa primera noche sería el recuerdo al que volvería una y otra vez.