Los días siguientes fueron distintos.
Julián ya no era el mismo hombre que llegó en silencio a esa habitación. Caminaba lentamente con ayuda, pero cada paso tenía el brillo de alguien que había decidido volver a vivir.
Yo, en cambio, caminaba con el alma hecha un nudo. Sabía que lo que sentíamos ya no podía esconderse, y que el hospital no tardaría en notarlo.
Una tarde, al entrar a su habitación, lo encontré con una carta sobre la mesa.
—Clara vino —dijo en voz baja—. No quiso verme, solo dejó esto.
Tomó aire y leyó en voz alta:
> "Julián, no puedo seguir luchando contra algo que ya no existe.
No te culpo. Tal vez fue el destino, o simplemente el tiempo.
Te dejo libre… y ojalá ella te cuide como yo ya no supe hacerlo."
Guardó silencio. Yo también.
Era el final de una historia y el comienzo de otra.
—¿Estás bien? —pregunté, temiendo la respuesta.
Él me miró, con los ojos humedecidos, y me tomó la mano.
—Por primera vez, sí. Estoy en paz.
Esa noche salimos al jardín del hospital. Caminó unos pasos más, solo, sin bastones. La brisa era suave y el cielo, inmenso.
Se volvió hacia mí.
—¿Sabes? Cuando me dijeron que no volvería a caminar, pensé que mi vida había terminado. Pero luego llegaste tú. No solo me enseñaste a mover las piernas… me enseñaste a mover el corazón.
Yo sonreí, con lágrimas que no pude contener.
—Y tú me enseñaste que el amor no siempre llega cuando lo esperamos, pero siempre llega para sanar.
Nos quedamos así, bajo la luz del atardecer, sin promesas ni miedo.
Solo dos almas que, contra todo pronóstico, aprendieron a caminar juntas.