La niebla de Kirigakure lo cubría todo.
No era una niebla ligera como la que se posa en las montañas de la Hoja ni aquella bruma tranquila de los ríos en la Tierra. La niebla de la Aldea Oculta entre la Niebla tenía un filo invisible, un peso que se clavaba en la piel. Era fría, húmeda y persistente; se metía en los huesos y parecía hecha no de agua, sino de silencio y desconfianza.
A esa hora, antes del amanecer, el distrito de clanes ya bullía de vida. No era un barrio cualquiera, sino un terreno vasto, una ciudad dentro de la aldea, donde cada clan había reclamado su propio espacio y lo había transformado en un bastión que gritaba su identidad.
Los Hoshigaki habían levantado casas con estructuras que recordaban las fauces de tiburones, con mástiles de hueso blanqueado y redes colgando como trofeos de guerra. Los Karatachi, menos numerosos, cultivaban jardines de piedra regados por canales que parecían espejos. Pero entre todos, dos nombres destacaban como si fueran montañas enfrentadas: los Kaguya y los Shuyōrin.
El terreno de los Kaguya era un territorio salvaje, cercado con estacas y huesos incrustados en la tierra, algunos tan frescos que todavía olían a hierro. Allí, los gritos eran constantes: risas violentas, desafíos, choques de hueso contra metal. Se movían como lobos sin correa, orgullosos de su brutalidad.
En contraste, el territorio de los Shuyōrin era ordenado y severo. Grandes edificaciones rectangulares, tejados de madera oscura, patios de entrenamiento simétricos donde el ruido de las pisadas y los golpes se repetía como un tambor. No había gritos, sino voces firmes, el sonido de cuerpos entrenando en sincronía. Era disciplina contra barbaridad
En medio de ese contraste crecía Jax Shuyōrin.
Su casa estaba en el centro del complejo del clan, rodeada por un dojo principal y una sala de reuniones donde los mayores se congregaban. Al abrir los ojos esa mañana, no pensó en juegos ni en sueños: pensó en lo que lo esperaba. El día en que daría su primer paso hacia la Academia, y con ello, el inicio de su carga.
Jax sabía que no era un niño cualquiera. En el clan Shuyōrin, los líderes no heredaban el cargo: se ganaba con fuerza y talento. Y desde pequeño, todos lo habían señalado. Su control del chakra, su resistencia y su carácter frío lo habían puesto en la mira de los ancianos. Muchos lo observaban con esperanza; otros, con envidia.
Cuando salió de su habitación, la casa ya estaba despierta. Su padre lo esperaba en el pasillo, un hombre de hombros anchos y mirada como filo de katana.
—Hoy marcas el primer paso —dijo, sin rastro de afecto en la voz—. Recuerda quién eres. No como individuo, sino como Shuyōrin.
Jax asintió, acostumbrado a esa dureza. En su clan, el cariño no se demostraba con abrazos ni palabras, sino con exigencia.
En el patio, varios primos ya entrenaban, repitiendo katas con lanzas y espadas. Al verlo pasar, algunos se detuvieron y lo saludaron con respeto. Otros solo lo miraron, sabiendo que algún día competirían con él por la cima.
"Todos esperan algo de mí", pensó Jax. "Todos me empujan hacia arriba… pero también me empujan hacia el borde."
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El distrito despertaba en pleno cuando Jax salió hacia la zona neutral: una plaza ancha donde se encontraba la cafetería comunitaria, un lugar en teoría abierto a todos los clanes. En la práctica, era un campo de tensiones.
La cafetería estaba llena de jóvenes de su edad, futuros estudiantes de la Academia. Había mesas largas de madera y un aire húmedo impregnado de pescado seco y arroz caliente. Apenas cruzó la entrada, varias miradas se clavaron en él. Algunas cargaban curiosidad, otras respeto, y unas cuantas, odio.
En una mesa cercana, cuatro jóvenes de cabello blanco y ojos inyectados de sangre lo observaron. Kaguya. Sus marcas faciales los delataban, al igual que la manera en que reían entre dientes.
Jax pidió un bol de arroz y pescado. Caminó hasta una mesa en la esquina, dispuesto a comer en silencio. Pero no tardó en escucharlos.
—Mírenlo… —murmuró uno de los Kaguya con una sonrisa torcida—. El pequeño príncipe de los Shuyōrin.
Otro golpeó la mesa con los nudillos, llamando la atención de medio salón.
—Oye, Jax. Dicen que tu clan cree que puede detenernos. ¿Es cierto?
Jax no levantó la vista. Comió con calma, como si las palabras fueran ruido de fondo.
—Te estoy hablando, bastardo —gruñó el Kaguya, poniéndose de pie.
La tensión llenó el aire. Algunos estudiantes se apartaron, murmurando. Nadie quería quedar atrapado entre esos dos clanes.
Jax dejó los palillos sobre el cuenco y levantó la vista lentamente. Sus ojos eran fríos, sin rabia ni miedo.
—¿Detenerlos?… —repitió con voz baja, casi un susurro—. No, los exterminare si es necesario.
Un silencio helado cayó sobre la cafetería. El Kaguya mostró los dientes en una sonrisa rabiosa, como un perro a punto de morder.
—Hablas mucho para alguien que todavía no ha sangrado en el campo.
Jax inclinó la cabeza apenas, como si estudiara a un insecto.
—Y tú sonríes demasiado para alguien que podría morir antes de ver el próximo invierno.
El Kaguya golpeó la mesa, astillando la madera. Sus compañeros lo contuvieron, riendo entre dientes.
—Nos veremos pronto, Shuyōrin. Y ese día, tus palabras no te salvarán.
Jax volvió a su comida, como si nada hubiera ocurrido. Pero en su interior, sabía que ese encuentro no había sido un accidente. Era una declaración de guerra, una más en una rivalidad que nunca había dejado de arder.
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Horas después, el distrito entero parecía moverse hacia la misma dirección: la explanada de la Academia Ninja de Kirigakure. Trescientos estudiantes se reunían allí, formando filas bajo la mirada de instructores con rostros pétreos.
La niebla cubría la explanada como un manto. Los murmullos eran apagados, los nervios palpables.
De pronto, el silencio cayó como una cuchilla. El aire se volvió pesado. Y entre la bruma apareció una figura pequeña, con cabello verde, ojos penetrante y la figura del tres colas formada en su sombra: Yagura, el Mizukage.
No alzó la voz. No lo necesitaba. Cada palabra suya resonaba como si el aire mismo la llevara a cada oído.
—Bienvenidos al inicio de su camino. No todos llegarán al final. Muchos quedarán en el suelo, otros serán olvidados. Pero los que sobrevivan serán armas de Kirigakure.
Su mirada recorrió a los trescientos. Algunos apartaron los ojos. Otros temblaron.
—Aquí no se forman amigos. Aquí se forman asesinos. Y los débiles… —hizo una pausa, dejando que el silencio pesara como plomo— …no merecen respirar el mismo aire que nosotros.
Jax escuchó en silencio, sintiendo el peso de esas palabras clavarse como cuchillas. No solo estaba entrando a la Academia. Estaba entrando al infierno.
Y sabía que para sobrevivir tendría que cargar no solo con su vida, sino con la de todo su clan