Ficool

Chapter 1 - Cuando el silencio se rompió

Nunca fui la hija perfecta. No la que todo padre sueña tener. Tenía mis mil errores, mis mil intentos. Pero si algo puedo decir con certeza, es que lo intenté. Intenté ser lo que ellos querían. La niña callada, obediente, invisible. La que no salía, no preguntaba, no molestaba. La que sacaba buenas notas y no daba problemas. Pero a los 16 años, la soledad empezó a pesarme como nunca antes.

En clase, veía a los demás reír, organizar reuniones, planear excursiones. Yo solo observaba desde mi rincón, sabiendo que no podía ir. Mis padres no lo permitían. Pero un día, algo dentro de mí se rebeló. Me armé de valor y aporté para la excursión a la playa. No pedí permiso. Solo fui.

El sol comenzaba a bajar, tiñendo el mar de naranja. Las risas de los demás se mezclaban con el sonido de las olas. Yo estaba sentada sola, con los pies enterrados en la arena, mirando el horizonte como si fuera una puerta que nunca me habían dejado cruzar.

Él se acercó despacio, con una sonrisa tímida y una mirada que no juzgaba.

—¿Puedo sentarme contigo?

—Claro… aunque no soy muy buena conversando.

—No hace falta que hables mucho. A veces el silencio dice más que las palabras.

Me sorprendió. Nadie había dicho eso antes. Me miró como si entendiera algo que yo no había dicho.

—Es mi primera excursión. Mis padres no me dejaban venir. Pero esta vez… no pedí permiso.

—Entonces este día ya es especial. ¿Cómo te llamas?

— ¿Y tú?

—Me alegra conocerte, Sara. Hay algo en ti… no sé, como si llevaras muchas historias guardadas.

—Sí. Demasiadas. Pero no sé si alguien querría escucharlas.

—Yo sí. No tienes que contarlas todas hoy. Solo una. La que quieras.

Me quedé en silencio. No por miedo, sino porque por primera vez alguien me ofrecía espacio sin exigirme nada. Le conté una pequeña historia. Él escuchó sin interrumpir. Y cuando terminé, no me dio consejos, solo me dijo:

—Gracias por confiar. No todos se atreven a romper sus propias reglas.

Ese día no fue solo una excursión. Fue el inicio de algo que no estaba escrito en ningún cuaderno azul. Fue el primer momento en que el silencio se convirtió en puente, y no en muro.

El noo era de mi instituto, vino con uno de mis compañeros. No hablamos mucho ese día, pero sus ojos me miraron como si ya supieran algo de mí. Al día siguiente, apareció en mi clase. Se había cambiado de instituto. Me quedé sin palabras. Jamás imaginé que alguien pudiera hacer algo así… por mí.

El sol ya se había escondido cuando me escapé aquella tarde. Necesitaba sentir que algo en mi vida me pertenecía. Éramos siete en el bar de mi compañero, riendo, hablando, fingiendo que el mundo era fácil. Pero yo solo pensaba en él.

Cuando nos fuimos a su casa, el aire cambió. Su cuarto, apartado del resto, parecía un universo paralelo. Me miró como si el tiempo se hubiera detenido. Se acercó despacio, sin prisa, sin presión. Y me preguntó:

—¿Puedo besarte?

No respondí con palabras. Solo dije "ajaaa, sí claro", como quien abre una puerta que llevaba años cerrada. Y entonces me besó.

Fue un beso que no sabía de técnica, pero sí de alma. Intenso, suave, largo. Como si nuestros silencios se hubieran encontrado y hubieran decidido hablar por fin. Sentí que algo dentro de mí se encendía, algo que no tenía nombre pero sí verdad.

Después, me miró con una mezcla de ternura y deseo. Me preguntó si podía hacerme el amor. No hubo miedo. Solo una certeza cálida que me recorría entera. Le dije que sí. No por impulso, sino porque mi cuerpo y mi corazón estaban de acuerdo por primera vez.

Nos entregamos sin guión, sin experiencia, sin máscaras. Fue torpe y hermoso. Fue fuego y calma. Fue la primera vez que alguien tocaba mi piel con respeto, con deseo, con cuidado. No fue solo sexo. Fue un acto de confianza. De entrega. De romper el muro que me había rodeado toda la vida.

El silencio que vino después no era el mismo de antes. Era un silencio compartido. Cómplice. Vivo.

Meses después, me dio la llave de su habitación. Cuando salíamos temprano de clase, íbamos allí. Si tenía ropa sucia, yo la lavaba. Si el cuarto estaba desordenado, lo limpiaba. Y cuando no había nada que hacer… hacíamos el amor. Una y otra vez. Salíamos a escondidas, vivíamos en secreto.

Cuando me enteré de que estaba embarazada, no tuve miedo. Lo amaba. Él recibió la noticia con calma. Nunca me pidió que abortara. Pero yo no le dije nada a mis padres. Mi cuerpo no mostraba señales, era bubuta, y pensaban que solo estaba engordando. A los ocho meses, me enteré que él tenía otra relación. Con la hermanita de uno de nuestros compañeros. Su vecina. Me sentí traicionada, rota, confundida.

La semana en que mis padres se enteraron, fue un infierno. Mi padre me gritó todo menos cosas bonitas. Mi madre me obligó a subir al coche y me llevó a su casa. Lo enfrentó. Lo amenazó. Le dijo que si no se hacía cargo, lo denunciaría. Le exigió que viniera a casa a cuidar al niño para que yo pudiera seguir estudiando.

Desde entonces, mi madre fue mi apoyo. Mi padre… no. Me hacía la vida imposible. Me sentía engañada, destrozada, aprovechada. Pero también, al convertirme en madre, me sentí más fuerte. Más responsable. Más decidida. Más vulnerable. Más humana.

Mi relación con ellos cambió. Pasé de ser la niña admirada a la hija malvada. De la que no salía ni hablaba, a la que había "fallado". Dejé de hablar con mi padre. Él no quería ni verme. Pero mi hijo… él me salvó. Me enseñó a comprender. Me enseñó a perdonar. Me hizo mejor persona.

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