El Imperio de Veyrn, extendido sobre las vastas y quebradas tierras del continente de Ankarh, alguna vez fue celebrado como el pináculo de la civilización humana, un faro de poder, cultura y orden que proyectaba su sombra sobre reinos enteros. Sus fronteras alcanzaban los glaciares eternos de Eringhast en el norte, donde el hielo parecía arrancar el alma con cada respiro, y descendían hasta los sofocantes y ardientes desiertos de Zhar-Kalash en el sur, donde los oasis eran tan valiosos como el oro y donde las arenas devoraban caravanas enteras sin dejar rastro, sepultándolas bajo un silencio eterno. Desde el este, donde las cordilleras del Ankarh Dural formaban una muralla natural casi infranqueable, hasta las costas tormentosas del Mar de Therys en el oeste, el imperio se alzaba —en apariencia— indomable, inconmensurable, eterno. Las ciudades brillaban con cúpulas doradas y torres que alcanzaban el cielo, las rutas comerciales bullían de vida, y los templos resonaban con cantos de devoción. Pero todo aquello era solo una máscara.
La grandeza de Veyrn era una ilusión cuidadosamente sostenida, un reflejo distorsionado de su pasado glorioso. Bajo su esplendor, el imperio era un cadáver en descomposición, un gigante que se mantenía en pie únicamente por la inercia de su antigua fuerza. Las calles de las grandes ciudades estaban plagadas de mendigos, los campos del interior ardían con guerras privadas y los caminos estaban infestados de bandidos. Las provincias más alejadas apenas sentían la presencia del trono imperial, y en muchas de ellas la palabra del emperador carecía de valor alguno. La corrupción había devorado las entrañas de aquel coloso, dejando solo un cascarón vacío que se sostenía sobre traiciones, mentiras y la sangre de los inocentes.
La corte central, otrora el núcleo palpitante del poder, se había convertido en una grotesca farsa, un teatro de sombras donde se representaba una obra decadente. El emperador, que en otros tiempos habría sido temido y venerado, no era más que una figura ornamental, un prisionero dorado encerrado en su propio palacio. Allí, rodeado de aduladores que competían por su favor, poetas complacientes que recitaban versos huecos y cortesanos que solo vivían para las intrigas, el gobernante pasaba sus días entre festines interminables, orgías decadentes y diversiones sin sentido. Sus decretos eran palabras al viento; nadie los obedecía. Sus órdenes, cuando llegaban a oídos de los poderosos, eran ignoradas o manipuladas. Su autoridad, antaño incontestable, yacía pisoteada en el barro.
Los verdaderos amos de Veyrn eran los nobles. Miles de ellos se extendían como una plaga por todo el territorio, cada uno gobernando sus tierras con mano de hierro, como reyes en miniatura. Había más de diez mil nobles menores, cinco mil de rango medio y al menos un millar de grandes señores, cuyas ambiciones se entrelazaban en una red de alianzas y traiciones interminables. Las guerras eran constantes: disputas por tierras, por herencias, por simples ofensas. Hermanos contra hermanos, primos contra primos, ciudades enteras ardiendo por una palabra mal dicha o una traición susurrada en la oscuridad. El ejército imperial, aunque aún lucía imponente sobre el papel, estaba podrido hasta los cimientos. La corrupción corría por sus venas como un veneno: oficiales que vendían ascensos al mejor postor, generales que robaban provisiones, soldados que desertaban sin temor a castigo. En Veyrn, solo dos cosas tenían verdadero valor: el oro y el acero. Con ellos se compraban alianzas, se dictaban leyes, se decidían destinos.
Los feudos, que en teoría debían ser vasallos leales del imperio, actuaban en su mayoría como reinos independientes. Forjaban sus propios tratados, comerciaban con quien les convenía y guerreaban cuando les placía, sin pedir permiso ni rendir cuentas a nadie. Entre todos ellos, uno destacaba, no por su tamaño descomunal, sino por su singularidad y potencial: Valgrad. Situado en el remoto noroeste, Valgrad era considerado, a simple vista, un feudo menor, alejado de los centros de poder y aparentemente insignificante dentro del juego de intrigas imperiales. Pero esa percepción era un error fatal, pues su riqueza y su posición estratégica lo convertían en una joya codiciada por todos.
Valgrad se extendía a través de montañas majestuosas cuyas entrañas estaban cargadas de hierro, oro, plata y cobre, minerales que brillaban como venas de fuego en la oscuridad de la roca. Sus colinas estaban cubiertas de bosques inquebrantables, donde los árboles centenarios se alzaban como gigantes y los lobos aullaban en la noche. Sus llanuras fértiles alimentaban rebaños innumerables y sus campos producían cosechas capaces de sostener ejércitos enteros. Los ríos, anchos y caudalosos, descendían de las montañas con furia, sirviendo como arterias de comercio, conectando las aldeas con las ciudades fortificadas. El clima era despiadado: inviernos brutales donde la nieve sepultaba los caminos y veranos breves pero intensos, intercalados con lluvias torrenciales y cielos teñidos de rojo durante los atardeceres. Con una superficie de aproximadamente 1,800,000 kilómetros cuadrados, Valgrad apenas alcanzaba el mínimo para ser considerado un feudo de rango bajo, pero su riqueza y recursos rivalizaban con dominios mucho mayores. Un feudo de rango medio debía ser cuatro veces esa extensión, y uno de un noble grande, ocho veces más. Sin embargo, el tamaño era irrelevante frente a la fortaleza y el espíritu de sus habitantes.
Valgrad pertenecía a la Casa Drakovar, una dinastía tan antigua que su origen se perdía en los pliegues del tiempo, confundido entre hechos históricos y leyendas. Se decía que los primeros Drakovar habían sellado un pacto con los dragones del norte, criaturas tan temidas como veneradas, y que de ellos heredaron no solo el nombre, sino también el carácter indomable, la fiereza y una voluntad inquebrantable. Durante siglos, los Drakovar habían sido sinónimo de disciplina férrea, autoridad absoluta y un linaje inmaculado que jamás se doblegó ante nadie.
El estandarte de los Drakovar era un símbolo que inspiraba respeto y temor en igual medida: una hidra de siete cabezas, negra como la noche más oscura, sobre un campo rojo sangre. Cada cabeza representaba uno de los valores ancestrales de la casa: poder, sabiduría, ferocidad, astucia, paciencia, orgullo y silencio. Donde aquel estandarte ondeaba, no había lugar para la piedad. Verlo en lo alto de una fortaleza o al frente de un ejército era saber que la muerte avanzaba inexorable. Las tierras de Valgrad prosperaron durante generaciones bajo el mando de señores sabios y guerreros temibles, que mantuvieron su dominio con mano firme y justicia implacable.
Pero todo cambió con Vlad Drakovar...
Vlad, el último descendiente legítimo de la ancestral Casa Drakovar, ascendió al poder con apenas dieciocho años, demasiado joven para comprender la magnitud de la responsabilidad que se le imponía, y aún más incapaz de sostener el legado de hierro que tantos antes que él habían defendido con sangre, fuego y sabiduría. No heredó solamente un título, sino un peso, un deber forjado en generaciones de lucha y sacrificio. Pero Vlad no era un heredero digno. En lugar de elevarse a la altura del estandarte que representaba su linaje, lo arrastró por el fango de la decadencia.
En tan solo cinco años, el nombre de Vlad Drakovar consiguió lo impensable: arrastrar a su feudo, antaño férreo y respetado, a una decadencia tan profunda que el nombre Drakovar dejó de inspirar temor y comenzó a ser pronunciado con desprecio, incluso entre los más leales. El propio nombre de Vlad se convirtió en sinónimo de vergüenza. Su reinado fue una plaga que carcomió los cimientos mismos de Valgrad, un veneno lento que se deslizó por los pasillos de los castillos, por los campos marchitos y por los corazones desmoralizados de su gente.
Vlad era un noble de nacimiento, sí, pero su sangre azul estaba mezclada con pus. Era un déspota arrogante, cegado por una arrogancia que no conocía límites y una cobardía que lo hacía temer hasta su propia sombra. Carecía de cualquier talento para la política, la economía o el arte de la guerra, virtudes que sus ancestros habían dominado con maestría. Su carácter era volátil, impredecible como una tormenta, pero carente de la fuerza destructiva que inspira respeto. Su orgullo enfermizo lo llevaba a tomar decisiones absurdas solo para reafirmar su autoridad, mientras su ego insoportable rechazaba cualquier consejo que no alimentara sus delirios de grandeza.
Despreciaba a sus soldados, aquellos que durante generaciones habían defendido las fronteras de Valgrad con su vida. Los veía como herramientas rudas, necesarias solo cuando le convenía. Maltrataba a sus sirvientes como si fueran escoria, humillándolos ante la corte por placer. A sus consejeros más sabios, los ridiculizaba en público, y cuando alguno de ellos se atrevía a contradecirlo, Vlad lo despojaba de su cargo, lo encarcelaba o lo mandaba ejecutar bajo cargos absurdos. En vez de rodearse de estrategas, administradores o guerreros capaces, Vlad llenó su corte de bufones, aduladores y oportunistas que le susurraban mentiras dulces al oído, asegurándole que todo estaba bajo control mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor. Los grandes salones del castillo, que alguna vez fueron centros de deliberación y estrategia, se transformaron en escenarios de banquetes interminables y orgías decadentes. Vlad se deleitaba en lujos enfermizos, derrochando el oro del tesoro en fuentes de mármol, palacios innecesarios y estatuas grotescas de sí mismo que mandaba erigir en cada ciudad, mientras en los pueblos los niños morían de hambre y frío.
El ejército de Valgrad, otrora uno de los más temidos y respetados del norte, se convirtió en una sombra de lo que fue. En su apogeo, contaba con seiscientos veinte mil soldados endurecidos por el combate, veteranos que habían defendido las fronteras contra innumerables amenazas, desde invasiones bárbaras hasta incursiones imperiales. Bajo Vlad, ese ejército fue reducido a un despojo. Los pagos eran retrasados, el equipamiento se deterioraba y la moral desapareció como humo. La legendaria Guardia Negra de Valgrad, un cuerpo de élite compuesto por doscientos mil guerreros entrenados desde la adolescencia, hombres que habían jurado su vida al estandarte de la hidra, fue desmantelada casi por completo. Vlad, en un acto de paranoia y estupidez, despidió o ejecutó a la mayoría de sus miembros, temiendo que conspiraran contra él. De aquella fuerza indestructible, apenas quedaban veinte mil hombres, aislados, mal dirigidos y desmotivados. El ejército regular no superaba los cien mil efectivos, y esos pocos estaban mal pagados, mal equipados y aún peor comandados.
Las consecuencias fueron inmediatas. Los invasores comenzaron a saquear las fronteras sin resistencia, los bandidos infestaron los caminos y los bosques, atacando caravanas, violando a mujeres, asesinando a viajeros y secuestrando campesinos para venderlos como esclavos. Las minas, que antes eran fuente de riqueza inagotable, se convirtieron en objetivos fáciles para saqueadores. El caos reinaba, y nadie levantaba un dedo para detenerlo.
Valgrad, antaño bastión indomable y orgullo del norte, se hallaba ahora en ruinas, tambaleante al borde del colapso. Sus ciudades, antes vibrantes con el bullicio de comerciantes, artesanos y soldados, ahora se sumían en el silencio de la miseria. Las calles estaban plagadas de mendigos, ladrones y cadáveres olvidados. En las tabernas, los rumores serpenteaban como veneno: se hablaba de traiciones, conspiraciones, profecías de destrucción y del inminente derrumbe de la Casa Drakovar. En los campos, los campesinos trabajaban con la desesperación del que ya no espera nada. Maldecían a su señor en cada surco que abrían en la tierra, en cada oveja que moría por falta de pasto, en cada hijo que enterraban sin haber cumplido cinco inviernos. La miseria era absoluta. Las mujeres temían por sus hijas. Los padres empuñaban herramientas oxidadas como armas, ya sin fe en ningún futuro. Y mientras tanto, los caminos eran tierra de nadie: caravanas masacradas, mujeres violadas, hombres asesinados, pueblos enteros arrasados por bandas de criminales o por la violencia de los propios soldados descontrolados. Las aldeas se sumían en la desesperación, y en los bosques cercanos los gritos de las víctimas se mezclaban con los aullidos de las bestias salvajes.
Los vasallos de la Casa Drakovar, antiguos juramentados que alguna vez habían dado su palabra de lealtad sobre sangre y acero, comenzaban a conspirar en secreto. En sus castillos, tras puertas pesadas y tapices que ocultaban oídos atentos, se reunían señores menores, disimulando alianzas, reuniendo oro y armas, organizando reuniones nocturnas en sótanos y criptas. Juraban en silencio que el tiempo de los Drakovar había terminado. Algunos planeaban abiertamente la rebelión. Otros preferían la estrategia de la traición súbita. Pero todos, sin excepción, afilaban sus dagas. Y todas esas hojas, tarde o temprano, buscarían la garganta de Vlad.
Porque Vlad Drakovar no solo había destruido lo que heredó; con su incompetencia, había encendido una chispa de caos que pronto se transformaría en un incendio imparable, un fuego que devoraría no solo su feudo, sino también su nombre y todo lo que quedaba de su linaje.
Ese era ahora el maldito destino de Valgrad, y la condena que se cernía sobre el último Drakovar. Y para su puta suerte, él era Vlad. Hacía solo unos minutos había renacido en el imbécil de Vlad Drakovar, y lo primero que quiso hacer al comprenderlo fue matarse.
No hacía mucho no era más que Edrian, un simple universitario de primer año en antropología, con una vida rutinaria, monótona, sin grandes sobresaltos. Hijo mayor de tres hermanos, de una familia de clase media alta, llevaba una existencia tranquila, tan insípida como segura. No era especialmente atractivo, pero tampoco un desastre; un joven común, invisible entre la multitud, con sueños que nunca persiguió y metas que nunca se atrevió a trazar. Había aceptado su mediocridad con resignación silenciosa. No era feliz, pero tampoco miserable. Vivía, sin más.
Su muerte fue tan absurda y cruel que parecía una broma macabra del destino. Salió una noche a comprar algo para cenar, un antojo tonto que no podía esperar. Llevaba los auriculares puestos, distraído, ignorando el mundo a su alrededor. No vio el cielo, no escuchó los crujidos metálicos que advertían del desastre. Pasó frente a una construcción, y en un instante, varias barras de acero se desprendieron desde las alturas. No tuvo tiempo de reaccionar. Una de ellas, gruesa y oxidada, le atravesó el pecho con precisión quirúrgica, como si el universo hubiera apuntado directo a su corazón. El dolor fue insoportable, tan agudo que aún ahora podía recordarlo con nauseabunda claridad. Su sangre caliente y espesa manaba a borbotones, impregnando el aire con el olor metálico de la muerte. Se desplomó, jadeando, sin entender qué había pasado. Luego, nada. Silencio. Oscuridad absoluta.
Después, el vacío. Una nada interminable, sin cuerpo, sin mente, sin tiempo. Solo conciencia flotando en la ausencia, atrapada en una eternidad sin forma. Y entonces, el dolor volvió. No como un recuerdo, sino como una tortura que desgarraba su esencia, una agonía tan insoportable que su muerte original parecía una caricia.
Hasta que llegó la luz. Y con ella, la conciencia. El cuerpo. El renacer.
Cuando abrió los ojos, creyó que estaba soñando. La sensación de volver a respirar, de sentir sus manos, de escuchar su corazón golpeando en el pecho, era tan intensa que casi lloró. Pero la confusión lo inundó al instante. No estaba en su cuarto, ni en el hospital, ni en ningún lugar familiar. Se encontraba en una cama enorme, más grande que su habitación entera en su antiguo mundo, con sábanas de seda negra y cortinas pesadas que caían hasta el suelo. Las paredes estaban adornadas con tapices rojos y negros, grabados con símbolos que no reconocía. El mobiliario era lujoso hasta lo enfermizo: muebles tallados, candelabros dorados, alfombras gruesas. Era una habitación digna de un palacio, majestuosa y a la vez sofocante.
Antes de que pudiera procesarlo, los recuerdos lo golpearon. No llegaron como una película clara, sino como fragmentos de vidrio que se incrustaban en su mente, cortando y desgarrando. Imágenes de Vlad: su infancia arrogante, sus caprichos absurdos, las orgías, la crueldad, los festines, las ejecuciones ordenadas por puro placer, los gritos de quienes suplicaban clemencia, las risas de los aduladores. Voces, gritos, llantos, todo mezclado en un caos que lo hizo retorcerse. Dolía. Dolía tanto que quiso arrancarse la cabeza. Nadie te dice que cuando reencarnas en alguien que ya vivió, sus recuerdos te rompen por dentro como una maldición.
Y entonces lo entendió. Había reencarnado en Vlad Drakovar.
Durante unos segundos, se permitió la absurda idea de que todo sería como en las novelas que solía leer: un nuevo mundo, magia, poderes, castillos, mujeres hermosas, aventuras. Quizá un sistema que le diera misiones, habilidades especiales, una ventaja que lo hiciera destacar. Tal vez un grimorio prohibido, un artefacto legendario, algo.
Pero no. Nada de eso apareció. No había pantallas flotantes, ni voces divinas, ni poderes ocultos. No había magia que le salvara ni sistema que lo guiara. Solo estaba él. Solo su mente, en el cuerpo de un noble débil, odiado y despreciado por todos, atrapado en un mundo brutal y despiadado.
La realidad era fría, cruel, y no perdonaba soñadores. Este mundo no era un escenario donde un protagonista podía brillar con facilidad, ni una fantasía con atajos que aseguraran su victoria. Él no era un héroe, ni siquiera un jugador privilegiado con ventajas ocultas. No tenía nada. Solo recuerdos ajenos que no le pertenecían, un cuerpo decadente y corrompido, y una condena que ardía a su alrededor como un incendio descontrolado que amenazaba con devorarlo por completo.
Sí, existía la magia, pero no era la maravilla sin límites que había imaginado en sus años de lector de fantasías baratas. Era un poder restringido, heredado, casi una maldición tanto como una bendición. La magia estaba atada a la sangre, al linaje, a una herencia que no se podía falsificar. Solo quienes llevaban en sus venas el legado de los antiguos podían despertar ese don, y cuanto más pura era la sangre, más fuerte y estable era el poder. Los bastardos de mezclas indebidas la heredaban debilitada, inestable, y muchos simplemente nacían sin ella, convirtiéndose en nada más que sombras de un apellido que jamás los reconocería.
El control de la magia no era fácil, ni mucho menos gratuito. Los nobles guardaban celosamente sus secretos, porque cada familia poseía una afinidad única, una marca de poder que los diferenciaba. Algunas podían moldear el fuego hasta convertirlo en un látigo abrasador; otras endurecían su piel como hierro durante segundos, capaces de resistir una lanza; otras curaban heridas superficiales o lanzaban maldiciones que desgastaban lentamente a un enemigo. Pero más allá de esas demostraciones, no había milagros. No existían rayos capaces de arrasar ejércitos, ni muros de llamas infinitos, ni resurrecciones de los muertos. Todo tenía un límite.
Solo se conocían dos ramas: la Alteración de Materia y la Vinculación Vital. La primera permitía controlar los elementos de manera limitada: fuego, agua, aire y tierra, sí, pero solo en proporciones que el cuerpo podía manejar, nada de cataclismos ni destrucción masiva. Era más un apoyo en combate que un arma definitiva: una lanza de fuego, un chorro de agua presurizada, una roca endurecida hasta ser letal, un viento cortante. La segunda rama, la Vinculación Vital, era igual de restrictiva: servía para sanar heridas leves, reforzar los músculos por unos minutos o lanzar maldiciones menores que debilitaban a un enemigo. Pero todo costaba algo. No había energía infinita. Cada hechizo consumía éter, la esencia vital que fluía en el mundo y en el cuerpo del usuario. Agotar esa reserva significaba dolor, agotamiento, hemorragias internas, pérdida de los sentidos y, si se forzaba demasiado, una muerte lenta y agónica.
La magia no era solo talento: era disciplina, conocimiento y control. Cada hechizo requería un lenguaje de activación, movimientos precisos y una concentración absoluta. Un solo error podía desatar el hechizo en contra de su propio lanzador. Era, en pocas palabras, un arma de doble filo que exigía respeto.
Y Vlad, aunque pertenecía a la Casa Drakovar, no era el portador de una leyenda. Sí, el linaje Drakovar había sido temido por siglos por su afinidad con el fuego negro, una llama que no solo quemaba la carne, sino que devoraba el alma. Una llama que, según las crónicas, surgió del pacto ancestral con los dragones del norte. Era un poder tan letal como hermoso, una fuerza que había forjado imperios y reducido ciudades a cenizas. Pero en Vlad, ese poder estaba desperdiciado. Su cuerpo, arruinado por los excesos, apenas podía sostener el flujo de éter sin temblar. Su mente, nublada por años de vicios, carecía de la concentración necesaria para domar la llama negra. Lo que en sus ancestros era un rugido de fuego, en él era apenas un chisporroteo patético.
Edrian, ahora Vlad, estaba jodido. Muy jodido. Se encontraba atrapado en un mundo que no daba segundas oportunidades, en un cuerpo odiado, débil y despreciado, dentro de un feudo al borde de la aniquilación. La gente lo maldecía en los mercados, los nobles lo despreciaban en sus reuniones, y sus enemigos, dentro y fuera de Valgrad, solo esperaban el momento exacto para saltar y arrancarle la cabeza.
Se quería matar. No era una exageración; el impulso era real. Cada segundo que respiraba en esa piel ajena lo llenaba de repulsión. No solo cargaba con la condena del Vlad original, sino que sentía que el mundo entero lo había marcado como un muerto viviente, una presa que debía ser devorada.
Se llevó las manos al rostro, sintiendo la piel extraña, la respiración irregular, el sudor frío que le corría por la frente. Rió. Una risa hueca, rota, sin alegría alguna, que se apagó tan rápido como comenzó. Porque, aunque quisiera negarlo, aunque gritara que todo era un error, aunque deseara despertar de esa pesadilla, sabía que no había marcha atrás. Su vida anterior había terminado. Este mundo no le ofrecía escapatoria, ni consuelo, ni milagros.
Y su nueva existencia, cruel, despiadada y sin piedad, apenas comenzaba en el borde de un abismo del que quizá nunca podría salir.
—Mierda… ¿quién necesita una habitación tan enorme? —murmuró con voz ronca, todavía tumbado en la cama de aquel bastardo en el que había reencarnado.
La estancia era descomunal, demasiado amplia, tan grande que su voz apenas lograba rebotar contra las paredes antes de desvanecerse. Las paredes, altas, altísimas, estaban cubiertas de un papel tapiz lujoso, rojo intenso con patrones negros que serpenteaban como sombras. Todo en aquel cuarto gritaba poder, riqueza y arrogancia. Los muebles eran piezas imponentes, de maderas nobles tan oscuras que casi parecían negras, talladas con precisión casi obsesiva, con bordes dorados que relucían bajo la tenue luz de los candelabros. Las patas de las mesas y sillas estaban talladas en forma de garras, como si en cualquier momento fueran a cobrar vida.
La cama en la que yacía no era una simple cama; era un altar a la vanidad. Columnas gruesas en los extremos, cortinas de terciopelo colgando a los lados, sábanas de seda negra bordadas con hilos carmesí que brillaban bajo la luz. Los cojines eran tan mullidos que se hundía en ellos como si fueran nubes. Todo parecía diseñado no para descansar, sino para recordar a quien la ocupaba que era alguien importante, alguien que debía sentirse un dios incluso durmiendo.
Al girar la cabeza, vio la chimenea apagada, enorme, con un marco de piedra oscura que exudaba frialdad. Encima, como si presidiera todo el cuarto, colgaba un escudo: una hidra de siete cabezas negras, cada una con los ojos rojos como brasas, sobre un fondo rojo sangre. Aunque sabía que era solo un emblema, sentía que lo observaba, juzgándolo, susurrándole que no era digno de ese símbolo.
El resto de la habitación no se quedaba atrás. Alfombras orientales, de patrones tan intrincados que mareaban si se miraban demasiado tiempo, cubrían el suelo. Jarrones de porcelana negra decoraban las esquinas, con flores oscuras, casi marchitas, que parecían negarse a morir, como si incluso las plantas de este lugar se aferraran a una existencia arrogante. Sobre la chimenea, reposaba un enorme espejo de marco dorado, tan pulido que reflejaba hasta los más mínimos detalles, devolviendo una imagen inquietante de todo a su alrededor. Y el olor… ese olor a riqueza antigua, a madera encerada, a perfume embriagador, mezclado con algo más sutil, casi imperceptible, un rastro metálico, un eco de sangre derramada.
Se incorporó lentamente, sintiendo cada músculo tensarse y responder con una precisión que no era suya. Sus manos, largas y delgadas, no eran las de Edrian; eran las de Vlad Drakovar. Y entonces lo vio. Su reflejo en el espejo.
—Dios… ¿cómo te jodiste a ti mismo así? —le preguntó en voz baja al rostro que lo observaba desde el otro lado del cristal.
Vlad Drakovar poseía una belleza inquietante, casi irreal, que rayaba en lo perturbador. Su rostro era afilado, de facciones aristocráticas tan perfectas que parecían esculpidas, con pómulos altos y una mandíbula definida que le otorgaban un aire de superioridad incluso sin proponérselo. Su piel, pálida como mármol bruñido, no mostraba imperfecciones, pero no era la palidez de un enfermo, sino la de alguien que cargaba un linaje antiguo y misterioso. Era joven, sí, pero en sus ojos había algo más… un peso, una oscuridad que no correspondía a su edad, como si su alma hubiese sido testigo de siglos de tragedias y conquistas.
Sus ojos… esos malditos ojos. De un rojo profundo, como brasas encendidas en la oscuridad. No era un rojo plano, sino vivo, con matices carmesí que parecían moverse, arremolinarse, como si el fuego negro de su linaje aún ardiera en su interior. Mirarlos demasiado tiempo era inquietante, hipnótico, como asomarse a un pozo sin fondo. Su cabello, largo y negro como la obsidiana, caía sobre sus hombros y espalda en mechones sedosos, reflejando la luz con un brillo opaco, enmarcando su rostro con una elegancia salvaje.
El cuerpo de Vlad era delgado, pero no frágil. Había fuerza contenida en él, músculos definidos y equilibrados, sin exageración, como los de un depredador que no necesita mostrar su poder para inspirar miedo. Sus hombros eran anchos, su pecho firme, y cada fibra de su ser parecía diseñada para el control y la precisión. Medía, calculó Edrian, alrededor de un metro ochenta.
Y entonces notó lo evidente: estaba completamente desnudo.
—Por qué carajos… —murmuró, bajando la mirada—. Claro, este imbécil debía ser un exhibicionista.
No pudo evitar fijarse. No era que en su vida anterior fuera pequeño, pero este cuerpo… bueno, estaba bien dotado, incluso rozando lo exagerado. Suspiró, apartando la mirada con fastidio.
Aún le dolía la cabeza, una punzada constante que no cedía. Era raro, insoportablemente raro. Sentir los recuerdos de otro, recordar emociones, vivencias, pecados que no eran suyos… era como tener miles de agujas clavándose en su mente. El dolor era físico, real, una jaqueca que lo hacía tambalearse.
Hacía frío. Un frío que se colaba en los huesos, que no pertenecía solo al clima, sino al ambiente de aquel lugar. Y él, desnudo, vulnerable, en una habitación que no sentía suya, solo podía pensar que Vlad, el Vlad original, debía disfrutar de mostrarse así, como un animal arrogante que no temía nada.
Edrian, ahora Vlad, se abrazó a sí mismo, no por vergüenza, sino por la sensación opresiva de estar atrapado en un cuerpo que no era suyo, en un mundo que no lo quería, en una vida que apestaba a muerte.
Vlad Drakovar.
Cabeza de la Casa Drakovar, señor de Valgrad, último portador de un apellido que alguna vez hizo temblar a reinos enteros. Un título que debería inspirar respeto, pero que ahora solo arrastraba burla y odio. Vlad Drakovar no fue un simple producto del infortunio; no, él fue el arquitecto minucioso de su propia ruina. Un hombre que, habiendo nacido con todo para convertirse en un gran señor, en una leyenda, eligió hundirse hasta convertirse en una sombra grotesca de lo que pudo ser. Un eco patético, vergonzante, en una historia que ya no le pertenecía.
Y, sin embargo, no siempre fue así.
Según lo que había logrado reconstruir de los recuerdos del Vlad original, aquel bastardo, odiado por todos, no siempre fue el monstruo arrogante y decadente que el mundo llegó a despreciar. Hubo un tiempo en que fue otra cosa, algo muy distinto. De niño, Vlad Drakovar había sido un chico curioso, inquieto, con una sonrisa franca y una mirada que ardía de vida. Tenía el entusiasmo propio de los que aún creen que el mundo puede ser conquistado con valentía y justicia. Amaba las letras, pasaba horas enteras hojeando pergaminos, fascinado por las historias de héroes y las epopeyas de antiguos guerreros. También disfrutaba la esgrima, no solo por el combate en sí, sino por la disciplina que exigía. Le gustaban los pájaros, sobre todo los cuervos que anidaban en las torres de Valgrad; decía que en sus ojos podía ver el cielo reflejado.
Su madre, Lady Myren, una dama culta perteneciente a una casa menor aliada a los Drakovar, lo adoraba. Era una mujer de cabello negro azabache, ojos amables y voz suave. Ella lo crió rodeado de afecto y conocimiento, le hablaba de deberes y bondad, de que el poder debía usarse para proteger, no para someter. Cuando Vlad tenía siete años, su padre, Lord Valdren, tomó por esposa a una joven viuda llamada Lyarna. Cualquiera habría esperado rivalidades o frialdad, pero Lyarna se convirtió en una segunda madre para Vlad. Era cálida, paciente, protectora, y cuidó de él con tanta ternura como si fuese su propio hijo. Ambas mujeres le enseñaron a leer poesía, a apreciar el arte, a comprender que el liderazgo no solo se sostenía con espadas, sino con justicia.
Esa armonía, sin embargo, no duró. El destino, cruel como siempre, escupió sobre su inocencia. Primero fue su madre. Una fiebre roja, brutal, le devoró los pulmones en apenas tres días. Vlad solo tenía doce años. Recuerda, o más bien Edrian recordaba a través de él, cómo las velas se apagaban una a una en los corredores del palacio, cómo los gritos de dolor de su madre se apagaron hasta convertirse en un silencio sepulcral.
Tres inviernos después, la tragedia golpeó de nuevo. Su madrastra, Lyarna, fue asesinada durante una revuelta de campesinos en los lindes orientales del dominio. Vlad presenció con sus propios ojos cómo su cuerpo era arrastrado por el lodo, desgarrado, ultrajado. Ningún niño debería ver algo así. Aquella imagen lo persiguió en sueños durante años, hasta pudrir su alma. Fue entonces cuando comenzó a cambiar.
Se volvió hosco, callado, desconfiado de todo y de todos. Pero aún había un resplandor en él. Su mente era aguda, brillaba en los consejos de guerra de su padre. En los entrenamientos, destacaba; no solo tenía fuerza, sino estrategia, instinto. Aún quedaba algo de grandeza en su interior, un fuego que amenazaba con crecer. Pero el mundo no se apiadó.
A los dieciséis, tal vez diecisiete años —los recuerdos son confusos, fragmentados, pero el dolor se siente igual— ocurrió el hecho que terminó de quebrarlo. Su media hermana, Ellyn, la niña de cabellos color miel y risa fácil, la única chispa de luz que le quedaba, partió hacia las tierras del sur para encontrarse con su prometido, un joven noble de la Casa Vorell. Nunca llegó. Fue capturada por bandidos en el camino. Nadie sabe con exactitud cuánto sufrió, pero se sabe que fue ultrajada, torturada, y su cuerpo abandonado en un lodazal, desnudo, sucio, irreconocible.
La noticia tardó tres días en llegar. Tres días en los que Vlad aún esperaba verla entrar por las puertas del palacio con su sonrisa radiante. En su lugar, recibió una caja sellada que contenía lo que quedaba de ella. No pudo ni siquiera verla por última vez.
Ese día, la poca luz que quedaba en él se apagó para siempre. Comenzó a beber, primero en secreto, luego sin importar quién lo viera. Frecuentaba prostíbulos, no por placer, sino con una rabia autodestructiva, como si buscara castigarse, como si en cada cuerpo alquilado intentara borrar los recuerdos que lo atormentaban. Su risa se volvió falsa, hueca. Su mirada, vacía. El palacio dejó de ser un hogar y se convirtió en una guarida de gritos, borracheras y ecos de noches sin rumbo.
Un año después, la última pieza que lo sostenía cayó. Su padre, Lord Valdren Drakovar, un hombre recto, estratega brillante, señor justo y temido, murió en una emboscada tendida por una casa rival del oeste. Vlad, hundido en la decadencia, ni siquiera acudió al entierro. Mientras el cuerpo de su padre era bajado a la tumba, él estaba ebrio, desmayado entre las piernas de una cortesana, riendo sin saber por qué.
Desde aquel momento en que la decadencia se apoderó del gobierno, Valgrad se convirtió en una sombra de lo que alguna vez fue. Los graneros, otrora rebosantes, ahora estaban vacíos, infestados de ratas y moho. Las rutas comerciales, antaño seguras y custodiadas por patrullas de élite, eran ahora un territorio sin ley, donde las caravanas eran asaltadas sin piedad y los cadáveres quedaban a la intemperie, pudriéndose bajo el sol o siendo devorados por lobos hambrientos. Los soldados, sin paga ni propósito, se convirtieron en depredadores; saqueaban aldeas, extorsionaban a campesinos y se vendían al mejor postor. La población, aterrorizada y hambrienta, murmuraba maldiciones contra el nombre Drakovar, mientras los nobles, con sonrisas hipócritas, conspiraban en las sombras, afilando dagas y esperando el momento de apuñalarlo por la espalda.
Y Vlad… él simplemente se dejó arrastrar. Sin rumbo, sin voluntad, sin fe en nada. Un espectro que deambulaba entre banquetes y orgías, ajeno a los gritos de su pueblo, sordo al crujido de su feudo derrumbándose bajo sus pies.
No había excusas. Nada justificaba los horrores que cometió después, las humillaciones a los suyos, las injusticias que sembró con cada decisión o, peor aún, con cada abandono. Sin embargo, Edrian —ahora atrapado en ese cuerpo y condenado a llevar su nombre— podía ver que Vlad no siempre había sido el monstruo que el mundo odiaba. Antes de convertirse en la sombra que destruyó Valgrad, había sido un niño noble, un joven prometedor, una chispa de lo que pudo haber sido un gran señor. Y eso, en cierta forma, lo hacía todo aún más trágico.
Suspiró. ¿En qué mierda se había metido? No, peor aún, ¿en qué lo habían metido? ¿Quién lo había reencarnado en este desastre viviente? ¿Existía algún dios? ¿Alguna fuerza que se divertía jugando con su destino? La idea de que alguien o algo lo había arrojado en este infierno para reírse de él lo enfurecía. Todavía podía sentir el dolor de aquel renacer, el ardor en su carne y en su mente, el sufrimiento de cargar con recuerdos que no eran suyos y, sin embargo, ahora lo definían. Le dolía la cabeza, le dolía el pecho, y el frío le calaba los huesos.
—Mierda, ¿por qué ese imbécil dormía desnudo? —gruñó mientras se giraba, intentando cubrirse con las sábanas. Apenas iba a sumergirse de nuevo bajo el calor de la cama cuando escuchó un leve chirrido metálico: la puerta de aquella enorme habitación se abría.
La figura que entró hizo que se quedara inmóvil. Era una mujer, pero no cualquier mujer. Su presencia llenó la habitación de una elegancia oscura, como un veneno dulce que se infiltra sin permiso. Su piel era de una palidez perlada, suave, luminosa, como si jamás hubiese sido tocada por el sol, pero sin perder el tenue calor de la vida. Su rostro era un estudio de perfección, de facciones delicadas y tan armónicas que parecía esculpido por manos crueles y pacientes. Sus ojos, grandes y de un violeta hipnótico, tenían un brillo extraño, profundo, casi felino, como si pudieran desnudarte el alma con una sola mirada.
Su cabello, largo hasta la cintura, era de un púrpura oscuro que caía como una cascada de seda, reflejando destellos amatistas bajo la luz de los candelabros. Lo llevaba suelto, enmarcando su rostro con un aire de sensualidad y misterio, aunque algunos mechones estaban sujetos por finas cintas negras que acentuaban su elegancia. Sus labios, carnosos y perfectamente dibujados, parecían hechos para el pecado.
Pero no era solo su rostro lo que atrapaba la vista. Su cuerpo era un insulto a la lógica y una tentación hecha carne: voluptuoso, con curvas que rozaban lo irreal, pechos absurdamente generosos que tensaban el corsé de su uniforme, cintura estrecha, caderas anchas y piernas largas que se adivinaban torneadas bajo la falda oscura. El vestido de doncella que llevaba —negro con ribetes rojos— estaba diseñado para ser funcional, pero ceñía su figura de tal manera que parecía hecho para provocar. El escote, atrevido pero no vulgar, dejaba ver apenas lo suficiente para encender la imaginación. Bajo la falda larga, un leve movimiento dejaba entrever las ligas de encaje que abrazaban sus muslos, tan tersos que era casi insultante.
En su cuello, un choker negro adornado con un pequeño colgante en forma de flor de platino con incrustaciones de diamantes negros brillaba con elegancia discreta, como una joya que solo alguien de gran poder o valor podía portar.
Edrian se escandalizó, pero no por estar él desnudo, sino porque aquella mujer era sencillamente demasiado para cualquier escenario. Ella lo miró con esos ojos que eran a la vez dulces y peligrosos, y habló con una voz suave, melódica, casi acariciante:
—Amo… ¿qué hace desnudo? Ha amanecido frío.
Sin esperar respuesta, se movió con rapidez, casi flotando, y tomó una bata pesada de seda negra del perchero. La colocó sobre sus hombros con delicadeza, como quien viste a un niño, mientras lo miraba con ternura.
—Por favor, amo, cuide de su salud —susurró, con una preocupación tan genuina que desarmaba cualquier sospecha.
Él no respondió. Solo la observó, intentando atar los recuerdos de Vlad para comprender quién era ella. El nombre surgió de entre el caos mental: Lyssandra Virel.
La sirvienta personal de Vlad Drakovar desde que eran niños. Su mirada era una trampa: podía ser dulce y casi ingenua cuando lo miraba a él, pero para todos los demás era un bloque de hielo, cortante, cruel. Con los demás mostraba un desprecio que era casi insoportable, como si el mundo entero le diera asco. Sin embargo, con Vlad… con él era otra persona. Su voz se volvía suave, sus gestos delicados, sus ojos cálidos.
Lyssandra no era solo una doncella. Era una sombra elegante que se movía entre los pasillos del palacio sin ser vista, pero cuya presencia se sentía en cada rincón. Astuta, peligrosa, entrenada en venenos, espionaje y manipulación. Su belleza era su carta de presentación, pero no su única arma. Sabía cuándo sonreír, cuándo seducir y cuándo clavar un cuchillo en la oscuridad. Era letal, como una serpiente envuelta en terciopelo.
Pese a los maltratos verbales que el Vlad original le había propinado en los peores días de su decadencia, nunca hubo violencia física ni abuso carnal hacia ella. Edrian, al revisar los recuerdos de aquel bastardo, sospechaba que incluso en medio de su miseria Vlad había guardado una chispa de respeto hacia Lyssandra, quizás porque, en el fondo, ella era la única luz que nunca quiso arrastrar al fango con él. Ella nunca mostró signos de traición. Jamás. Su lealtad era tan inquebrantable que rozaba lo enfermizo. Estaba obsesionada con él, hasta el punto en que su devoción resultaba inquietante.
Con Vlad, Lyssandra era amorosa, pegajosa, ensimismada, casi como un gato posesivo que no permite que su dueño mire a otra cosa que no sea él. Siempre pendiente de cada uno de sus movimientos, siempre buscándole con la mirada, siempre lista para anticipar sus necesidades antes de que él siquiera las pronunciara. Lo mimaba con una dulzura que podía asfixiar, lo cuidaba con una devoción que bordeaba la locura. Con los demás, en cambio, era un bloque de hielo cortante. Nadie quería enfrentarse a sus ojos de amatista cuando mostraban desprecio, porque era como ser atravesado por agujas heladas.
Para Edrian, aquella devoción era inquietante, perturbadora incluso. No podía evitar pensar en los términos que conocía de su vida anterior: una yandere, una mujer que mezcla amor y obsesión, dulzura y locura. No sabía cómo explicarlo del todo, pero no podía negar que, en un mundo que ya lo quería muerto, ella era un rayo de esperanza, el único escudo que tenía.
—¿Pasa algo, amo? —preguntó Lyssandra mientras lo guiaba con suavidad hasta la cama, empujándolo a sentarse con una delicadeza que no admitía rechazo. Su voz era tan dulce que rozaba lo meloso, cargada de una preocupación genuina. Al verlo temblar, rápidamente ajustó la bata sobre sus hombros y lo abrazó unos segundos, como si quisiera transmitirle su calor—. Lo siento por tocarlo así… pero no me gusta verlo de pie cuando tiembla. ¿Durmió bien, mi señor? ¿Le duele algo? Dígamelo, por favor, no me oculte nada.
Edrian parpadeó, un poco abrumado por la intensidad de su atención.
—No… yo… yo estoy bien, Lya —respondió, usando aquel diminutivo casi sin pensar.
Lyssandra se congeló por un instante. Sus ojos, de un violeta brillante, se abrieron como los de una niña emocionada. Un rubor apenas perceptible tiñó sus mejillas, y luego sonrió, una sonrisa tan luminosa que desentonaba con el ambiente sombrío de la habitación.
—Amo… me llamó Lya… —susurró, con la voz quebrada de emoción, como si esas palabras fueran el mayor regalo del mundo—. Por los dioses… estoy tan feliz. Hace tanto que no me llamaba así… tanto que pensé que lo había olvidado.
Ella se arrodilló frente a él, tomando sus manos entre las suyas con una reverencia casi religiosa.
—Dioses, no sabe cuánto me hace feliz… —susurró, apretando sus manos contra su mejilla—. Lya… su Lya… siempre ha sido y siempre será suya.
Edrian tragó saliva, sintiendo que la intensidad de esa devoción lo desbordaba.
—Lya… yo…
Pero antes de que pudiera terminar, ella se abalanzó suavemente sobre él, rodeándolo con sus brazos como si temiera que en cualquier momento se desvaneciera entre sus dedos. Su abrazo no era solo cálido, era posesivo, cargado de un amor tan intenso que resultaba casi sofocante.
—Perdóneme, mi amo… —susurró, con la voz temblorosa pero llena de emoción—. Sé que no soy digna de tocarlo, sé que mis manos son solo las de una sirvienta, pero… me hace tan feliz que me llame así. Desde que la señorita falleció, nunca más me había llamado de esa manera… pensé que lo había olvidado.
Sus palabras se quebraron en un murmullo ahogado, y lo apretó aún más contra su cuerpo, como si quisiera fundirse con él.
—No me deje, amo… nunca me deje —su voz era un hilo suave, cargado de súplica y promesa—. No importa lo que pase, no importa lo que digan, yo estaré aquí. Yo lo protegeré, yo lo cuidaré, yo lo amaré… aunque el mundo entero se hunda, aunque todo arda, aunque todos lo traicionen… yo no. Yo jamás.
Edrian sintió cómo aquellas palabras lo envolvían, como cadenas de seda que no podía ni quería romper. Había en ellas algo dulce, reconfortante, pero también algo inquietante, como un veneno placentero que se desliza sin que lo notes. Y mientras estaba atrapado en ese abrazo, su mente se debatía entre aceptar ese calor o huir de él.
Pero su cuerpo… su cuerpo reaccionó de una manera completamente distinta. El calor de ella, su aroma embriagador que mezclaba el perfume de flores nocturnas con algo más, algo que solo era suyo, y la suavidad de sus pechos enormes aplastándose contra su pecho desnudo, hicieron que la sangre comenzara a fluir hacia donde no debía. Edrian tragó saliva, maldiciendo internamente su propia reacción.
Lyssandra, lejos de apartarse, lo notó. Lo notó de inmediato. Una sonrisa casi imperceptible, peligrosa, curvó sus labios mientras mantenía el abrazo, más largo de lo necesario, más íntimo de lo que debía ser.
Se acercó a su oído, rozándolo apenas con sus labios, y susurró con una voz tan dulce que erizaba la piel.
—Sabe que estoy a su disposición… si lo desea.
Edrian se estremeció. Su corazón golpeó en su pecho como un tambor desbocado y un escalofrío le recorrió la espalda. Se sonrojó, no porque fuera un puritano, sino porque aquella situación mezclaba demasiadas emociones: deseo, tensión, incomodidad, y una sensación de peligro latente.
No era virgen, no lo era. En su vida anterior había tenido sexo, y sabía diferenciar el placer vacío de la intimidad real. Siempre había preferido el sexo con sentimientos, con cariño, con conexión, no simple lujuria animal. Y aunque, en ese instante, su cuerpo gritaba que la tomara, su mente lo detuvo.
Esa mujer, por muy dulce y amorosa que se mostrara, estaba obsesionada. Y Edrian sabía que una mujer obsesionada podía ser tan peligrosa como un cuchillo en la oscuridad. Recordó, a través de los recuerdos de Vlad, cómo ella había envenenado sin remordimiento a otras doncellas solo por atreverse a hablar mal de él. Recordó cómo eliminó, en silencio y sin pruebas, a quienes siquiera insinuaron una traición. Su amor era tan intenso que quemaba, y cualquiera que intentara acercarse demasiado a él terminaba reducido a cenizas.
Además, aunque le costara admitirlo, quería conocerla. Quería entender a esa mujer que se entregaba a él con tanta devoción. Si iba a compartir este infierno, prefería hacerlo construyendo algo real, algo que no estuviera basado solo en el deseo.
—No, Lya… —dijo con voz baja, controlando su respiración—. Así estoy bien. Y… gracias. Gracias por seguir aquí. Gracias por querer a alguien como yo.
Ella lo miró, sorprendida, con los ojos brillando como gemas bajo la luz de los candelabros. Una emoción pura, casi infantil, cruzó su rostro.
—¿Alguien como usted? —repitió, con un tono casi ofendido pero cargado de ternura—. No… usted no es un desastre, amo. No es un monstruo. Para mí… usted es todo.
Y al decirlo, lo abrazó de nuevo, pero esta vez no fue el abrazo desesperado de antes, sino uno cargado de una ternura que desarmaba. Era cálido, suave, casi maternal y, al mismo tiempo, impregnado de un amor posesivo que parecía decir "eres mío". Edrian, sin poder evitarlo, correspondió. El contacto con ella era agradable, casi reconfortante, y para ser sincero, le gustaba demasiado cómo se sentía su cuerpo suave, cálido, moldeándose contra el suyo. No iba a mentir, una parte de él era un maldito pervertido, y sí, lo estaba disfrutando. Pero, ¿qué importaba? Estaba en otro mundo, con otro cuerpo, con otra vida que ya no le pertenecía a su antiguo yo. Si no lo mataba su pueblo enfurecido, lo harían cualquiera de las otras mil cosas que acechaban en este mundo podrido.
—Es cálido… —murmuró sin darse cuenta, dejando escapar el pensamiento.
—¿Mi abrazo? —preguntó ella, levantando la cabeza para mirarlo con esos ojos violetas que parecían beberse la luz y devolverla convertida en algo hipnótico.
—Sí. Tu abrazo. —La corrigió suavemente, y por primera vez, dejó escapar su nombre con un suspiro que llevaba algo más que simple voz—. Lya...
Lyssandra tembló. Un estremecimiento la recorrió por completo, como si aquel simple sonido hubiera despertado algo profundo en su interior. Sus ojos se humedecieron, brillando con una mezcla de felicidad y locura contenida.
—Dioses… —susurró, con la voz quebrada—. Si esto es un sueño… por favor, no me despierten…
Edrian sintió una punzada en el pecho. No sabía si era compasión, si era culpa o si simplemente era el peso de todo lo que estaba viviendo. No era por ella, era por sí mismo. Por la confusión que sentía al ver cómo su nueva vida se construía sobre las ruinas del desastre que Vlad había dejado. Estaba rodeado de muerte, de odio, de un mundo que lo quería ver arder, y aun así había alguien que lo abrazaba como si fuera lo más valioso del universo.
—Tú… me has cuidado todo este tiempo, ¿cierto? —preguntó, no como Vlad, sino como Edrian. Como alguien que realmente quería entender, que necesitaba entender.
Ella asintió despacio, con una sonrisa temblorosa que derretiría cualquier defensa.
—Desde que éramos niños… nunca dejé de hacerlo. Nunca lo haré, aunque me cueste la vida.
—¿Por qué? —insistió él, buscándole los ojos, como si en ellos estuviera la respuesta a todo—. ¿Por qué yo? Mira lo que he hecho, lo que he destruido… mi tierra se muere, mi nombre está enlodado, yo…
—Porque lo amo. —La respuesta fue simple, directa, tan sincera que no necesitaba adornos—. Porque sé que usted no es malo. Ha sufrido, ha visto morir todo lo que amaba, ha tenido que cargar un dolor que nadie entendería. Se perdió, sí, pero no importa. Lo único que importa es que usted está aquí, que respira. Y yo… yo estaré a su lado. Siempre.
Edrian tragó saliva, su mente llena de un torbellino de emociones. No sabía si podría estar a la altura de ese amor. No sabía si quería estarlo. Pero algo dentro de él, algo que no era del todo Vlad ni del todo Edrian, comenzaba a sentirse sostenido por esa devoción enfermiza y dulce.
—Gracias, Lya… —dijo al fin, bajando la mirada, porque no sabía qué más decir.
Ella le acarició el rostro con dedos tan suaves que casi le hicieron olvidar el frío de la habitación.
—No me dé las gracias, amo… —susurró con una sonrisa que mezclaba dulzura y locura—. Déjeme quedarme. Déjeme ser su sombra, su escudo, su puñal, su cama, su todo. Si el mundo entero lo abandona, yo lo amaré más. Si todos lo odian, yo lo amaré hasta destruirlos.
Él no supo qué responder. No podía prometerle nada, no aún. Pero sí sabía una cosa: no estaba completamente solo.
El silencio se extendió, solo roto por el crujir de la leña en la chimenea y el latido de su propio corazón. El calor de su cuerpo, la forma en que ella lo abrazaba como si fuera un tesoro, le arrancaron un suspiro.
Sí, todo muy bonito, pero la realidad era otra. Estaba medio desnudo, con una mujer peligrosa pegada a él, en el cuerpo de un noble odiado, con tierras al borde del colapso y una condena acechando en cada sombra. Su cabeza palpitaba con el peso de mil preocupaciones, y aun así, se permitió hundirse un poco más en el abrazo de aquella mujer medio loca, porque por un instante… no quería pensar en nada más.