Ficool

Chapter 3 - Capítulo 3: Cárcel de Espejos Rotos

El traqueteo de la carreta se había convertido en un latido sordo dentro del cráneo de Valen. Cada bache del camino sacudía la jaula de hierro negro, golpeando sus huesos contra los barrotes rúnicos que seguían cantando su zumbido agudo, ahora mezclado con un nuevo sonido: el crujido seco de la paja podrida bajo sus pies descalzos. El aire olía a orina animal, sudor rancio y algo más profundo, metálico y amargo, como clavos oxidados bajo la lluvia. Las fisuras doradas en sus muñecas, apenas visibles al partir de la Fortaleza Thorne, ahora eran líneas incandescentes que pulsaban al ritmo del dolor, como venas de oro maldito bajo la piel magullada.

La luz del atardecer había muerto hacía horas, reemplazada por la luna llena que colgaba como un ojo ciego y pálido en el cielo. Su resplandor plateado se filtraba por los barrotes, iluminando el paisaje que se deslizaba con lentitud funeraria: bosques esqueléticos cuyas ramas se retorcían como garras contra el cielo, campos de cultivo abandonados donde solo crecían cardos espinosos, y luego, al doblar un recodo del camino empedrado, *ella*.

La Fortaleza Blanca. No era blanca, no realmente. Era el color de un hueso desenterrado, de un diente cariado, de la ceniza fría. Se alzaba sobre un risco desnudo, sus torres cilíndricas y sin ventanas perforaban la noche como fémures gigantescos. Ninguna luz brillaba en sus muros. Solo la luna, al reflejarse en su superficie lisa y pulida, le daba una luminosidad fantasmal, antinatural. No parecía construida; parecía *crecida*, una excrecencia mineral vomitada por la tierra misma. El camino serpenteaba hacia una puerta monstruosa de acero bruñido, más alta que tres hombres, grabada con runas que absorbían la luz lunar en lugar de reflejarla, creando espirales de oscuridad absoluta sobre la superficie metálica.

Un escalofrío, más profundo que el frío de la noche, recorrió la espina dorsal de Valen. El zumbido de sus esposas se intensificó, como si reconocieran su hogar. El cosquilleo en su pecho, esa extraña raíz de calor que había brotado en el patio de los Thorne, se contrajo, agazapándose.

El carromato se detuvo ante la puerta colosal. No hubo llamada, ni grito de centinela. Solo el chirrido de goznes sobrenaturalmente silenciosos mientras las enormes hojas de acero se abrían hacia dentro, revelando un túnel tan negro como la boca de un lobo. El aire que salía de allí olía a piedra húmeda, a moho antiguo y a algo dulzón y nauseabundo que Valen no pudo identificar, pero que le hizo retorcer el estómago. Los caballos de tiro, cegados por sus capuchas pero no sordos ni insensibles, piafaron y retrocedieron, relinchando con un terror primitivo. El conductor encapuchado los azuzó con el látigo, su chasquido seco rompiendo la quietud opresiva.

La jaula fue desenganchada con un golpe metálico. Dos nuevos inquisidores, idénticos a los primeros en sus túnicas blancas y capuchas profundas, emergieron de las sombras del túnel. Ni una palabra. Agarraron los barrotes de la jaula y comenzaron a arrastrarla hacia el interior. Las ruedas chirriaron sobre la piedra pulida del suelo. Valen se aferró a los barrotes, sus dedos entumecidos encontrando el hierro helado. La oscuridad los envolvió. La puerta se cerró tras ellos con un *boom* sordo que resonó en los huesos y apagó el último vestigio de luz exterior.

Solo las runas violetas de sus esposas y de la jaula iluminaban el túnel ahora, proyectando sombras danzantes y grotescas en las paredes húmedas. Avanzaron en un silencio sepulcral, roto solo por el chirrido de las ruedas, el jadeo entrecortado de Valen y el latido acelerado de su propio corazón. El túnel descendía, serpenteando, adentrándose en las entrañas del risco. El olor a podredumbre dulce se intensificó, mezclado con un nuevo aroma: hierro. Sangre. Mucha sangre, vieja y fresca.

Tras lo que pareció una eternidad, el túnel desembocó en una caverna abovedada. El aire aquí era más frío, cargado de un eco húmedo que multiplicaba cada sonido. Filas interminables de celdas de hierro se alineaban a ambos lados de un pasillo central, apiladas hacia lo alto en una pesadilla arquitectónica. La mayoría estaban vacías, sus barrotes oxidados. Otras albergaban formas indistintas que se acurrucaban en las sombras, sus ojos brillando como los de animales asustados cuando la luz violeta de la jaula de Valen pasaba cerca. Ninguno emitió sonido. El silencio aquí era un ser vivo, sofocante.

Finalmente, los inquisidores detuvieron la jaula frente a una celda cerca del fondo de la caverna. Esta no tenía barrotes de hierro, sino una pared lisa de piedra negra con una única puerta de acero sin bisagras visibles, marcada con una sola runa compleja que parecía un ojo estrellado. Uno de los guardias tocó la runa con un guantelete rúnico. La piedra se disolvió sin ruido, revelando un cubo vacío de no más de dos metros por lado. Las paredes, el suelo, el techo, todo era de la misma piedra negra y lisa, sin juntas, como tallado en una sola pieza de obsidiana pulida. El aire dentro olía a ozono y vacío.

El candado rúnico de la jaula de Valen chisporroteó y se abrió. Las manos enguantadas lo agarraron, lo sacaron a rastras y lo arrojaron dentro del cubo de piedra. La puerta se selló tras él con un silbido suave, dejándolo en una oscuridad tan absoluta que por un momento creyó haber quedado ciego. Solo el tenue resplandor violeta de las runas de sus esposas y el pulso áureo de las fisuras en sus muñecas rompían la negrura, proyectando reflejos fantasmales en las paredes pulidas que, de repente, se convirtieron en espejos.

*Espejos rotos.*

Valen gritó, retrocediendo hasta chocar contra la pared opuesta. Su reflejo lo acechaba desde todas las direcciones, multiplicado hasta el infinito: un niño demacrado, el rostro sucio de sangre seca y lágrimas, el pelo castaño enmarañado, los ojos desorbitados de puro terror, las túnicas ceremoniales convertidas en harapos embarrados. Y en sus muñecas, esas líneas de luz dorada que latían como heridas infectadas. Los espejos no mostraban al heredero de los Thorne. Mostraban un animal acorralado. Una cosa rota.

El zumbido de las esposas se intensificó, transformándose en un agudo taladro en sus sienes. Las runas violetas ardieron, no con calor, sino con un frío que penetraba hasta la médula. Un dolor agudo, como si miles de agujas de hielo estuvieran siendo empujadas bajo su piel, estalló en sus brazos y se extendió hacia su pecho. Cayó de rodillas, golpeando la piedra fría con un gemido ahogado. El cosquilleo en su pecho se retorció, una serpiente de calor atrapada en un nido de hielo. Buscó desesperadamente ese punto de fuego interno que había fallado en la Ceremonia de Despertar, pero solo encontró el vacío helado, ahora horadado por el dolor de las runas.

*"Defecto... Vacío... Nada..."* Las palabras de su padre, del Archimago, de la multitud, resonaban en su cráneo, amplificadas por el eco de la celda y multiplicadas por los espejos que le devolvían su imagen una y otra vez. Se cubrió los oídos con las manos engrilladas, pero el sonido venía de dentro. Se cerró los ojos, pero las imágenes de su fracaso, de la jaula, del rostro de piedra de Theron arrebatándole el medallón, lo acosaban en la oscuridad.

No supo cuánto tiempo estuvo allí, retorciéndose en el suelo helado, ahogado por su propio miedo y el dolor constante. Horas. Quizás días. El hambre comenzó como un leve retortijón, luego se convirtió en un animal roedor en sus entrañas. La sed le quemaba la garganta. La oscuridad y el silencio eran una prisión dentro de la prisión, rompiéndolo lentamente, espejo a espejo mental.

Hasta que la pared frente a él se disolvió de nuevo.

No hubo advertencia. Simplemente, la piedra negra se volvió translúcida y luego desapareció, revelando a dos inquisidores de blanco. No dijeron nada. Uno llevaba un cuenco de madera con un líquido turbio que olía a agua estancada. El otro, un trozo de pan duro y negro como el carbón. Los arrojaron al suelo frente a Valen. La pared se selló antes de que pudiera reaccionar.

Se abalanzó sobre el agua primero, bebiendo a tragos largos y desesperados, ahogándose, el líquido frío y con sabor a barro aliviando apenas el fuego en su garganta. Luego el pan. Lo mordió con avidez, rompiéndose un diente contra la corteza petrificada. Lo masticó con lágrimas de frustración y hambre, obligándose a tragar las migas ásperas. No era suficiente. Nada sería suficiente aquí.

El ciclo se repitió. Oscuridad. Dolor de las runas. Espejos multiplicando su miseria. Breves visitas con agua fétida y pan de piedra. El tiempo perdió todo significado. Se convirtió en un bucle de agonía y supervivencia básica. Las fisuras doradas en sus muñecas crecieron, extendiéndose hacia sus antebrazos como grietas en un jarrón de porcelana, pulsando con más fuerza cada vez que el dolor de las runas alcanzaba su pico.

Una vez, tras una "comida", la pared no se selló inmediatamente. En su lugar, una voz ronca, como piedras frotándose, surgió de la celda contigua a la derecha, invisible tras la pared de piedra.

*"Chsssst... Niño..."*

Valen se encogió, aterrorizado. ¿Era otro truco de la Inquisición? ¿Una nueva tortura?

*"Las cadenas... cantan fuerte en ti..."* La voz era débil, quebrada por la edad o el sufrimiento. *"Pero hay otra canción... ¿La oyes? Debajo del zumbido... debajo del frío..."*

Valen no respondió. Se apretó contra la pared opuesta, temblando.

*"La energía... no muere, niño... solo fluye... cambia de forma..."* La voz tosió, un sonido húmedo y horrible. *"Ellos quieren apagarla... encadenarla como a nosotros... Pero la vida... la vida encuentra un camino... siempre..."*

*¿Energía?* Valen miró sus manos engrilladas. Solo sentía el dolor helado de las runas y el cosquilleo inquieto, casi doloroso, en su pecho. *¿Habla de magia?* Pero él no tenía magia. Era un Apátrida. Un vacío.

*"Debajo de la piel..."* susurró la voz, cada vez más débil, como si el esfuerzo de hablar la estuviera agotando. *"Como un río subterráneo... Busca la corriente, niño... Antes de que... te rompan los espejos... por dentro..."*

Un golpe sordo resonó en la pared de la celda contigua, seguido de un gruñido de dolor. Luego, silencio. La voz no volvió a hablar.

Las palabras del anciano, sin embargo, se clavaron en la mente de Valen como astillas. *"Debajo de la piel... Un río subterráneo..."* Miró las fisuras doradas que ahora llegaban hasta sus codos. ¿Era eso? ¿Esa sensación de raíces buscando, de calor atrapado? Pero no era fuego, ni agua, ni tierra, ni aire. Era... otra cosa. Algo que quemaba por dentro cuando intentaba tocarlo, algo que las runas intentaban congelar.

La siguiente vez que la pared se abrió para la "comida", no fueron los sirvientes silenciosos. Fue *Él*.

Archimago Orin.

Llenó el umbral de la puerta disuelta. Sus túnicas blancas parecían emitir su propia luz fría en la oscuridad de la celda, iluminando su rostro ascético, sus ojos de glaciar que escudriñaron a Valen con una curiosidad clínica y despiadada. El olor a sándalo y hierbas amargas que lo envolvía chocaba violentamente con el hedor a podredumbre y miedo de la celda. En una mano llevaba un objeto oblongo cubierto por un paño negro.

*"Apátrida Valen Thorne,"* dijo Orin. Su voz era tan lisa y fría como las paredes de la celda, sin eco, como si el sonido muriera al salir de sus labios. *"La debilidad es una mancha en el tejido de la creación. Una imperfección que debe ser... purgada."*

Valen se encogió contra la pared de espejos, sintiendo cómo sus múltiples reflejos hacían lo mismo, una legión de miserias acorraladas.

Orin se acercó. Sus pasos no hacían ruido sobre la piedra. Se arrodilló frente a Valen, el paño negro aún cubriendo el objeto en su mano. Con la otra mano, enguantada de blanco inmaculado, agarró la muñeca derecha de Valen. Las runas de las esposas chisporrotearon al contacto, pero Orin ni siquiera parpadeó. Su toque era como el mármol de la Fortaleza Thorne: frío, implacable.

*"La magia elemental fluye por la sangre noble,"* continuó Orin, sus ojos de hielo examinando las fisuras doradas que serpenteaban por el antebrazo de Valen. *"Es un don sagrado. Un fuego sagrado. En ti... no hay fuego. Solo oscuridad. Vacío. Pero incluso el vacío puede ser útil... si se limpia de impurezas."*

Con un movimiento brusco, arrancó el paño negro. Lo que reveló no era un instrumento de tortura convencional. Era un crisol pequeño, hecho de un material translúcido como el cuarzo negro. En su interior, bailaba una llama. Pero no era una llama normal. Era blanca. Fría. No emitía calor; emitía un frío intenso que Valen sintió incluso a medio metro de distancia. La llama blanca se retorcía silenciosamente, como un gusano de hielo, y donde su luz tocaba el aire, se formaban diminutos copos de escarcha que caían y se desvanecían antes de tocar el suelo.

*"Fuego Purificador,"* anunció Orin con un tono casi reverencial. *"No quema la carne... quema la esencia. La debilidad. La imperfección. Limpia el recipiente para que pueda ser... rellenado con propósito. O descartado."*

El terror que sintió Valen entonces fue más profundo que cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Más que el desprecio de su padre, más que la jaula, más que la oscuridad de la celda. Era un terror existencial, un instinto primitivo que gritaba que aquella llama blanca era la antítesis de la vida misma. Se retorció, tratando de liberar su muñeca de la garra de hierro de Orin.

*"¡NO!"* El grito le desgarró la garganta, ronco y desesperado. *"¡Por favor! ¡No tengo nada! ¡Soy un vacío, como dijiste! ¡Déjame!"*

Orin no respondió. Simplemente acercó el crisol con la llama blanca a la mano engrillada de Valen. No hubo calor. Solo un frío absoluto, un vacío que succionaba, que precedió al contacto.

Y luego, la llama blanca *tocó* la palma de su mano.

No hubo chispa. No hubo crepitación. Fue silencioso. Instantáneo.

Un dolor como ningún otro estalló en la mano de Valen. No era el dolor cortante del hierro, ni el dolor punzante de las runas. Era un dolor *negativo*. Como si su propia esencia, su calor, su vida, estuviera siendo borrada, succionada hacia ese punto blanco de frío absoluto. Vio, aterrorizado, cómo la piel de su palma, justo donde la llama tocaba, se volvía translúcida, luego gris, como ceniza compactada. No sangraba. No se carbonizaba. Simplemente... moría, célula a célula, convirtiéndose en nada.

*"¡AAAAAAHHHH!"* El grito no fue humano. Fue el chillido de un animal destripado, multiplicado por los espejos de la celda, un coro de agonía que rebotó en las paredes de piedra. Valen se retorció con una fuerza sobrehumana, impulsada por el pánico puro. Por un instante, casi logra liberar su muñeca. Pero las manos de otros dos inquisidores, que habían aparecido silenciosamente a sus lados, lo aferraron con fuerza brutal, inmovilizándolo contra el suelo helado.

Orin mantuvo el crisol firme. La llama blanca lamía ahora toda la palma de Valen, avanzando lentamente hacia los dedos. La sensación de vacío, de borrado, se extendía. Valen sintió que se desvanecía, que su mano dejaba de ser parte de él, convertida en una cosa fría e insensible, un trozo de estatua de ceniza.

*"Púrgalo,"* ordenó Orin, su voz impasible sobre los gritos desgarradores de Valen. *"Quema la debilidad. Limpia el defecto de la sangre Thorne."*

En el paroxismo del dolor, en el borde mismo de la inconsciencia, algo dentro de Valen se rompió. No su resistencia. Algo más profundo. Un dique que ni siquiera sabía que existía. El cosquilleo en su pecho, acorralado, aterrorizado por el frío absoluto de la llama blanca que devoraba su mano, *estalló*.

No fue un estallido de fuego o luz. Fue un *tirón*.

Un tirón hacia dentro, feroz, voraz. Como si un agujero se hubiera abierto en su centro, hambriento, desesperado.

Y encontró algo.

Justo debajo de la llama blanca, en el punto mismo donde su carne se convertía en ceniza, encontró un débil hilo de... *algo*. Calor. Vibración. *Vida*. No era suya. Era de la llama. De la fría, mortífera llama blanca. Un hilo tenue de energía que la sostenía, que la hacía existir.

El tirón dentro de Valen se abalanzó sobre ese hilo.

No hubo pensamiento. Solo instinto de supervivencia. El hambre voraz de algo acorralado.

*¡Chssssssss!*

Un sonido como de hielo quebrado bajo presión. La llama blanca en el crisol titubeó violentamente. La punta que tocaba la palma de Valen se retorció como un gusano herido, y por un instante fugaz, su blanco pureza se tiñó de un dorado enfermizo. El frío absoluto retrocedió un milímetro. La sensación de borrado, de muerte celular, se detuvo.

Orin dio un respingo, imperceptible para cualquiera que no estuviera mirando fijamente sus ojos de glaciar. Una arruga de sorpresa, o tal vez de interés perverso, apareció en su frente lisa.

*"¿Qué...?"* murmuró, inclinándose un poco más.

Pero el momento pasó. El tirón dentro de Valen, ese agujero hambriento, no pudo sostenerse. Era demasiado débil, demasiado nuevo. El hilo de energía vital que había arrancado de la llama blanca era mínimo, apenas un hilo de humo. La llama se estabilizó, recuperando su fría blancura, y volvió a avanzar sobre la mano de Valen.

El dolor regresó, peor que antes, porque ahora sabía lo que era sentir un segundo de alivio. Valen gritó de nuevo, pero su voz era solo un ronquido roto. Vomitó el agua fétida y las migas de pan sobre el suelo de piedra. Las manos de los inquisidores lo mantenían clavado como un insecto en una tabla de disección.

Orin observó, fríamente fascinado, mientras la llama blanca consumía lentamente la palma de Valen, convirtiendo la carne viva en ceniza gris e insensible. El proceso fue lento, meticuloso, una tortura refinada. Valen perdió la noción de todo excepto del frío que devoraba su mano, del vacío que se extendía desde sus dedos hacia su muñeca. Las fisuras doradas en sus brazos brillaban con una luz frenética, pulsando al unísono con su corazón acelerado, como si lucharan contra la invasión de la nada.

Cuando finalmente Orin retiró el crisol, la palma de la mano derecha de Valen era un paisaje lunar de piel muerta, gris y agrietada, insensible al tacto. El dolor había remitido a un adormecimiento profundo y ominoso. Valen yacía en el suelo, temblando convulsivamente, cubierto de vómito y sudor frío, su aliento formando pequeñas nubes en el aire gélido que aún envolvía la zona donde había estado la llama.

Orin se puso de pie, contemplando su obra. Luego, sus ojos glaciales se posaron en las fisuras doradas que ahora llegaban casi al hombro de Valen, brillando con intensidad inusual en la oscuridad.

*"Interesante,"* susurró, más para sí mismo que para nadie. *"El defecto... resiste. O es otra cosa."* Tocó una de las fisuras con la punta de un dedo enguantado. Un chispazo dorado saltó, haciendo que Orin retirara la mano con rapidez, una ceja apenas arqueada. *"No es elemental... No es nada registrado."*

Se enderezó, guardando el crisol con la llama blanca bajo el paño negro.

*"La purgación ha comenzado, Apátrida,"* declaró, su voz recuperando su tono liso y mortuorio. *"La debilidad se quema. Observaremos qué queda cuando las llamas hayan terminado su obra. Si es que queda algo."*

Sin otra palabra, dio media vuelta. La pared de piedra se disolvió y se selló tras él y los otros inquisidores, dejando a Valen una vez más en la oscuridad absoluta, rota solo por el débil resplandor violeta de las esposas y el latido áureo, ahora frenético, de las fisuras que recorrían sus brazos.

Valen yacía inmóvil, mirando su mano derecha muerta en la penumbra. El adormecimiento era un yunque sobre su mente. Pero en el centro de su pecho, donde el tirón voraz había surgido, algo ardía ahora. No era el calor reconfortante del fuego elemental. Era un fuego bajo, hambriento, doloroso. Como una brasa en un estómago vacío. Había tocado algo. Había *tomado* algo. Un hilo de vida de la misma cosa que estaba destruyendo la suya.

Las palabras del anciano prisionero resonaron en su mente, mezcladas con el eco de sus propios gritos y el zumbido constante de las runas: *"La energía... solo fluye... cambia de forma... Busca la corriente, niño... Antes de que... te rompan los espejos... por dentro..."*

Valen cerró los ojos, no para escapar de los espejos de piedra, sino para mirar hacia dentro. Hacia ese fuego hambriento. Hacia las fisuras doradas que ahora sentía latir con su propio corazón. Hacia la mano muerta que era un recordatorio de lo que la Inquisición podía hacerle.

*"Debajo de la piel..."* susurró para sí mismo, su voz un hilillo de aire en la tumba de piedra. *"Un río subterráneo..."*

Y por primera vez desde que lo declararon Apátrida, el vacío en su pecho no se sintió completamente vacío. Se sintió... esperando. Hambriento. Y terriblemente peligroso.

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