Ficool

Chapter 2 - El eco del despertar

En la cocina, al fondo de la casa, el aire está cargado del olor a pan recién horneado y caldo hirviendo. Mrs. Bird, de rostro huesudo y gesto enérgico, revuelve una olla mientras lanza miradas constantes hacia el pasillo.

—No me gusta este silencio de arriba. Cuando los niños enferman de verdad, la casa entera lo siente —murmura.

Ellen entra con la bandeja vacía entre las manos, visiblemente alterada. Se la ve incómoda, como si aún no hubiera vuelto del todo al presente.

—¿Y bien? —pregunta Mrs. Bird sin soltar la cuchara.

Ellen traga saliva antes de responder.

—Yo… estaba en el descansillo. Pero antes, estaba un poco más arriba, junto a la puerta entornada del cuarto. Solo un momento, para ver si el niño había despertado… Y lo había hecho. Hablaba bajito, tranquilo… pero no los reconocía. Ni a la señora, ni al señorito Matthew.

Mrs. Bird se vuelve lentamente, la atención clavada ya en la doncella.

—¿Y qué hizo la señora?

—Se levantó con toda la entereza del mundo. Con esa forma tan suya, como si nada pudiera alcanzarla… pero al incorporarse, tropezó un poco con la alfombra. Fue entonces cuando me asusté de que me viera allí, espiando, y bajé al descansillo. Dudé si esconderme… pero no me dio tiempo.

Mrs. Bird frunce el ceño.

—¿Te vio?

—Sí. En cuanto salió del cuarto. Yo ya estaba abajo, pero podía verla perfectamente. Cerró la puerta con calma, dio un paso… luego otro… y en el tercero, fue como si se le rompiera algo por dentro. Vi cómo se le cambiaba la cara. Como si se le deshiciera la fuerza toda de golpe.

—Y ahí vino —murmura Mrs. Bird.

Ellen asiente.

—Entonces me vio, me miró de frente… y me gritó: "¡Que llamen al doctor Crawley inmediatamente!" Sonó como si... como si el grito le hubiera salido de una herida.

—Como un alma en pena con delantal de encaje —añadió Mrs. Bird, lacónica.

Ellen bajó la vista.

—Después bajó las escaleras. No volvió a decir nada. Iba directo al despacho del señor. Tal vez fue a escribir una carta… o a llorar.

—O a por una copa. Que falta le haría —dijo Mrs. Bird, sin tono de burla esta vez—. Aunque fuera jerez de misa, algo habría que echarle al alma después de eso.

Annie no dijo nada, solo asintió.

—¿Quiere que cambie las sábanas de la otra cama?

—Sí. Por si alguien tiene que quedarse en el cuarto esta noche. Pero nada de arrastrar muebles, ¿me oyes? Que el niño duerma sin más sobresaltos.

—Sí, señora.

La doncella se marcha con la bandeja. Mrs. Bird la sigue con la mirada, y al quedarse sola, vuelve a la olla, removiendo con firmeza.

—Por todos los santos… que ese niño vuelva en sí pronto, o esta casa se va a desmoronar como un pudin sin huevo. 

Mientras en la cocina Mrs. Bird y Ellen hablaban en voz baja sobre lo ocurrido, una figura Rupert Greene ya corría, calle abajo, , con los rizos alborotados y el corazón martillando en el pecho.

Conocía bien las calles de Manchester. De niño había cruzado la ciudad de punta a punta buscando trabajo, llevando encargos o ayudando en lo que saliera. El hospital donde trabajaba el doctor Crawley no le era ajeno, pero nunca había tenido razones personales para acercarse a sus puertas.

El bullicio de la ciudad se abría ante él como una espiral de voces, ruedas y pasos, un enjambre vivo que se movía sin descanso. El edificio del hospital —Manchester Royal Infirmary, construido en ladrillo rojo oscuro, con ventanas altas y techos rematados en pizarra negra— se alzaba como una institución firme en medio del caos, sin ostentación, pero con la dignidad de lo establecido.

Rupert no dudó. Cruzó la entrada y preguntó por el doctor Crawley. Lo encontraron al final de un pasillo, saliendo de una sala blanca de puertas dobles. Vestía el delantal quirúrgico recogido, con las mangas de camisa arremangadas y el rostro severo, aunque limpio de sangre.

El doctor Reginald Crawley era un hombre alto, de hombros anchos y expresión severa. El cabello, perfectamente peinado hacia atrás, ya mostraba algunas hebras grises. Su presencia imponía por sí sola, sin necesidad de alzar la voz. A su alrededor, las enfermeras y médicos más jóvenes parecían moverse con un respeto automático.

Cuando Rupert se detuvo frente a él, sin aliento aún por la carrera, Crawley lo observó con una ceja apenas levantada.

—¿Sí?

—Señor… soy Rupert, el jardinero de la casa —dijo, aún jadeante—. Me han enviado porque el joven David ha despertado… pero no reconoce ni a su madre ni al señorito Matthew.

Un silencio cayó entre ambos. El rostro del doctor no cambió de inmediato. Solo bajó ligeramente la cabeza, apartando la mirada como quien evalúa la gravedad de un diagnóstico que aún no ha sido formulado. A su alrededor, otros médicos esperaban alguna indicación, pero él levantó una mano, despidiéndolos sin necesidad de palabras.

—Informad al doctor Harris de que me ausento. De inmediato —ordenó, con voz controlada. Nadie cuestionó la instrucción.

Volvió entonces la mirada hacia Rupert, y esta vez su tono cambió levemente, con una calidez sobria.

—Gracias por venir deprisa, muchacho. ¿Ha dicho algo más?

Rupert negó con la cabeza, aún recuperando el aliento.

—No lo sé, señor. Mrs. Bird fue quien me envió. Dijo que el niño había despertado pero no reconocía a nadie, y que la señora pedía su presencia con urgencia. Eso fue todo lo que me dijeron.

El doctor asintió, procesando la información con el rostro imperturbable, pero con una intensidad creciente en la mirada.

—Bien. Eso basta.

Y en ese instante, mientras se quitaba el delantal y se recogía la chaqueta con una rapidez metódica, algo en su porte se aflojó apenas. No fue un temblor, ni un gesto evidente. Solo un parpadeo más largo de lo normal. Una exhalación profunda, casi muda. Y luego caminó hacia la salida sin mirar atrás.

Pero al cruzar las puertas del edificio, la transición fue inmediata. La compostura se disolvió, como si la fachada se le cayera al contacto con el aire de la calle. No miró atrás. Apresuró el paso. El ritmo fue otro: rápido, decidido, casi impaciente.

Afuera, el aire de Manchester era denso, tibio y grisáceo. Mientras avanzaba por la acera rumbo a su casa, las ideas comenzaron a acumularse en su cabeza. No se permitía aún sentir miedo. Solo preguntas. ¿Era una secuela de la fiebre? ¿Un daño en la memoria? ¿Algo peor?

Sin perder tiempo, levantó una mano y detuvo el primer carruaje libre que pasó frente a él. Subió con decisión, dio la dirección de su casa al cochero y se acomodó en el asiento sin quitarse los guantes. El traqueteo de las ruedas sobre los adoquines se mezcló con el torbellino de pensamientos que ya no podía contener.

La figura del hombre que había estado horas antes dando indicaciones con autoridad firme, se alejaba ahora a paso acelerado —o más bien, a galope de ruedas—, con el ceño fruncido, cruzando la ciudad como si el tiempo le llevará ventaja.

 En el salón, el reloj de pie marcaba un compás más lento que el pulso de Isobel Crawley. Caminaba en círculos amplios, bordeando la alfombra como si esa rutina pudiera mantenerla en pie. No se sentaba. No se apoyaba. Sus pasos eran constantes, contenidos, casi clínicos, como si el movimiento fuese una fórmula para evitar el colapso.

La luz que entraba por las ventanas era gris, uniforme, apenas rota por el parpadeo suave de la lámpara de gas sobre la repisa. La habitación no era ostentosa, sino práctica, cuidada, con los libros bien alineados en la estantería, y una silla tapizada junto al fuego. Un sofá de dos plazas, tapizado en un gris musgo ligeramente desgastado, descansaba bajo el ventanal, y un sillón de respaldo alto, de cuero marrón oscuro, ocupaba un rincón próximo a la chimenea. El suelo de madera, encerado y cálido en tono miel oscuro, combinaba con las paredes en un gris claro con matices azulados, aportando al conjunto una sobriedad armónica, sin pretensiones. Sobre la mesa baja, una taza de té sin tocar llevaba ya media hora enfriándose.

El reloj marcaba la una.

Isobel se detuvo junto al retrato familiar. Estaba apoyado sobre una consola, y mostraba a los tres: Reginald, ella y David aún niño, con una media sonrisa algo nerviosa. Lo miró un instante, sin tocarlo.

El sonido de un carruaje deteniéndose al otro lado del ventanal la sacó del ensimismamiento. Giró la cabeza apenas. No era necesario mirar el reloj. Sabía que era él.

Pasaron unos segundos. Luego pasos apresurados cruzaron el vestíbulo, y la puerta del salón se abrió sin ceremonia.

Reginald Crawley entró sin aliento aparente, pero con el abrigo aún húmedo de lluvia y el maletín en la mano. Cerró la puerta tras de sí, sin brusquedad, y por un momento ninguno de los dos habló.

—Gracias por venir tan rápido —dijo Isobel, por fin, sin moverse.

—No había otra opción —contestó él, lacónico, dejándose el maletín sobre la mesa.

No había en sus gestos nada de teatralidad. Solo una tensión sostenida. Como si ambos supieran que lo peor aún no había llegado, pero ya comenzaba a formarse en el horizonte.

—¿Dónde está? —preguntó él.

—En su cuarto, con Matthew. Despertó tranquilo, incluso amable. Pero no nos reconoció. Ni a mí, ni a su hermano.

Crawley bajó la vista por un instante. Solo eso.

—¿Qué más dijo?

—Hizo un par de preguntas. Quería saber dónde estaba. Y quiénes éramos. Pero nada más.

Ella lo dijo sin dramatismo. Sin buscar consuelo. Como quien expone una variable en una ecuación incierta.

—¿Ha tenido fiebre alta o convulsiones desde que me fui esta mañana?

—No. Estuvo tranquilo mientras yo estuve con él, hasta que mandé llamar al hospital. Desde entonces ha estado con Matthew. Dice que no le ha subido la fiebre ni ha convulsionado en ningún momento.

Crawley asintió muy levemente. Solo el leve endurecimiento en la mandíbula revelaba su inquietud.

—Puedo subir ahora mismo.

Isobel hizo un gesto leve con la cabeza hacia la escalera, pero cuando él dio un paso, lo detuvo con la voz.

—Reginald…

Él se volvió.

—¿Si esto… no mejora? —preguntó ella, apenas por encima del susurro—. ¿Si se queda así?

El doctor la miró con una franqueza pausada, sin evasivas. Como médico. Como padre.

—Entonces aprenderemos a conocerlo otra vez. Desde donde esté.

Ella no respondió. Bajó los ojos un segundo, luego asintió.

Crawley recogió el maletín y salió del salón sin más palabras. Solo entonces, Isobel se permitió sentarse.

Y la taza de té seguía intacta.

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