Ficool

Chapter 2 - Capitulo 1

1 Capítulo- "El ratón y la bruja"

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No pretendo vencerlo en una pelea, solo forzarlo a bajar de su pedestal. Que me mire y comprenda que su creación ya no reza... exige explicaciones,

exige respuestas.

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Balcadia — Francia, siglo XIII

—Vamos, vamos... —El niño corría a toda velocidad. Sus manos pequeñas sostenían una maleta que pesaba más de lo que parecía. Fruncía el entrecejo, apretando las sandalias contra la tierra como si eso pudiera hacerlas volar.

Estaba a punto de alcanzar la luz amarillenta cuando se detuvo en seco, retrocediendo con irritación. Un perro lo miraba fijamente, inmóvil, con los colmillos relucientes y la mandíbula entreabierta. El niño soltó un suspiro resignado.

—Me quitas la noción del tiempo, sabandija... Vamos, hazte a un lado —gruñó, lanzando la maleta hacia el aire con un movimiento rápido, retrocediendo dos pasos para tomar impulso. Dio un giro ágil y terminó justo en el extremo opuesto, a cinco metros del animal. Alcanzó el bolso justo antes de que golpeara el suelo.

Retomó la carrera sin mirar atrás, aún así, el perro empezó a jugar también.

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El madero estaba helado contra su espalda. Las cuerdas mordían la piel hasta apagarle la sangre de las muñecas, pero ella no lloraba. Su mirada no era suplicante, solo quieta, fija en algún punto que nadie más veía.

—¡Bruja! ¡Demonio! —vociferaban desde abajo, la muchedumbre.

Los mechones azabaches le colgaban sobre el rostro. Hizo un leve movimiento para apartarlos y escupió al mismo tiempo.

Por un instante, sus ojos quedaron expuestos. Uno dorado, limpio y encendido. El otro gris.

—Ustedes son los demonios —espetó con voz seca, escupiendo al suelo otra vez, apuntando sin dar a nadie.

—¡Esos ojos no son de Dios! —gritó una mujer envuelta en una manta vieja, con los nudillos al rojo.

Un sacerdote avanzó. Sostenía la antorcha sin titubeo, los ojos secos, sin sombra de compasión.

—Si Dios me dio estos ojos... ¿por qué ustedes los odian tanto? ¿No es eso hipocresía?

—¡Mira a tu alrededor, niña, nadie aquí carga con esos ojos malditos! —vociferó otra mujer, vestida con un atuendo más pulcro.

—Es una condición, señora. No lo entendería... es demasiado inculta —se burló, ladeando el rostro justo antes de sentir el líquido escurrirle por la cara. Alguien, sin titubear, le había arrojado gasolina. Frunció los labios, delgados y agrietados, aún sintiendo que podía resistir.

El sacerdote la observaba desde la base del estrado, sujetando la antorcha encendida. La llama oscilaba con avidez. La niña lo miró fijo y le escupió directo al rostro.

—Gente como tú me repugna —dijo con una sonrisa torcida, casi lúgubre, que provocó un nuevo estallido de indignación en la multitud.

Varios le arrojaron cuencos más de gasolina. Tragó saliva, inspiró hondo y cerró los ojos mientras el líquido le empapaba la piel.

—La soberbia no será lo último que arderá en ti —murmuró el sacerdote, alzando la antorcha.

—No me arrepiento — Abriendo los ojos, ahora encendidos por el ardor del líquido—. Lo único que lamento... es no haberlos escupido

antes.

—¿Escucharon eso? —gritó un hombre del público, alzando una mano llena de barro—. ¡Hasta en la hoguera conserva la lengua sucia!

—Tiene al demonio dentro —susurró alguien detrás del sacerdote.

—No tengo al demonio. Tengo dignidad —respondió ella, clavando la mirada en cada uno de los presentes—. Ustedes la enterraron bajo cruces y cánticos.

Un niño la miraba desde la multitud, aferrado a su madre. Tenía la misma mirada dispareja. La madre lo jaló de inmediato, cubriéndole el rostro con la falda.

—Que nadie la escuche más —ordenó el sacerdote —. Que el fuego limpie lo que la ignorancia ha dejado crecer.

—No necesito que me escuchen. —escupió otra vez, con los labios cortados y resecos.

Una mujer arrojó una piedra que dio contra el poste.

—¡Calla, engendro! ¡Estás viva por pura lástima!

—¡lastima da tu madre por engendrarte! —respondió con sorna, encorvando apenas el cuello—. Pero si voy a quemarme, será con los ojos abiertos.

—Prende esa antorcha, por el amor de Dios —gritó otro aldeano.

El sacerdote la alzó, pero aún no se movía.

—¿También tienes miedo de mirarme, monje?

—Repulsión —respondió él, acercándose con paso lento—. las cosas que se niegan a inclinarse, hay que prenderles fuego.

La llama estaba a centímetros de la madera. El fuego lamía la base cuando una lluvia irregular de piedras atravesó el aire. Golpeaban contra los tejados, los hombros y los cálices de madera. Algunas rebotaban y otras abrían heridas a los aldeanos.

El sacerdote alzó la antorcha. Su túnica se agitaba por el viento espeso de la plaza. Una piedra le dio de lleno en la muñeca y el fuego cayó y se apagó con un siseo sobre el charco de gasolina. Apenas giró con furia para buscar al culpable, otra piedra le golpeó el pómulo. Una más le destrozó el párpado. Gritando, cayó de rodillas, con los dedos llenos de sangre intentando protegerse. Dos aldeanos lo arrastraron fuera del alcance de las piedras.

El resto de los presentes comenzó a retirarse a empujones. Algunos miraban por encima del hombro, pero nadie logró ver de dónde venían las piedras.

A lo alto, entre las sombras de un campanario sin cruz, el niño observaba con el aliento contenido. Tenía las manos manchadas de polvo y su lanzador de flechas improvisado colgado en la espalda. Un artefacto tosco, hecho con ramas secas, correas sueltas y pequeñas fundas donde cabían piedras planas como monedas. Rebuscó en su bolsa, tocó fondo, pero estaba vacía.

—No... no, no, no —murmuró, temblando mientras apretaba los dedos contra la tela. Volteó la bolsa como si pudiera materializar algo más.

Sin embargo no hizo nada. La llama que el sacerdote sostenía se elevaba más y más, como si respirara con hambre propia. El reflejo del fuego se curvaba en el aire, y por un instante, los ojos del niño —allá en lo alto, oculto entre la piedra húmeda y el polvo— casi pudieron ver cómo la llama alcanzaba el iris del sacerdote, iluminado desde dentro, como si también él estuviera a punto de arder.

Apretó los puños mientras el ardor le subía a los ojos; tomó aire con fuerza dispuesto a gritar para que los demás se giraran y romper el momento antes de que el fuego descendiera.

—¡Mir—. La voz se le apago al momento de escuchar un ladrido a lo lejos, su mirada resplandeció.

¡Dios le ha respondido!

De pronto, una jauría salió de entre los callejones. No eran perros domésticos. Eran zarrapastrosos, huesudos, con costillas marcadas y lenguas colgando. Cada uno corrió en una dirección distinta. Los aldeanos gritaban, saltaban cercas y corrían como ratas sin techo. Uno cayó sobre una canasta de mimbre, otro rodó por el barro.

El niño sonrió con la boca torcida. El viento le movía el flequillo empapado en sudor.

—¡Eso, sabandija linda! Gracias por traer a tus amigos. .. te lo pagaré cuando aprenda a cocinar —le gritó a los perros, bajando por la cuerda sujeta al campanario. Al tocar el suelo, se agachó por reflejo, buscando ancianos viejos o mujeres, pero no vio a nadie más. Ni a los perros.

Corrió hasta el centro aliviado. La antorcha estaba apagada y hundida en gasolina. La recogió con cuidado y la golpeó contra el suelo hasta extinguir la última brasa. Apretó los dientes y alzó los ojos.

Ella seguía ahí.

La madera aún estaba entera. El rostro de la niña lucía ceniciento, el cabello pegado a las mejillas y los labios entreabiertos. Las pestañas eran tan largas que parecía dormida. Su pecho se alzaba muy lento.

—¡Astria! —gritó. Subió por una estructura rota, dio un salto ágil desde una rama hasta quedar a su altura. El viento silbaba entre sus sandalias. Cortó las ataduras con una navaja corta, oxidada por los bordes.

Cuando cayó, la sostuvo con ambos brazos, torciendo el cuerpo para que no se golpeara. Rodó por el suelo, dejando la espalda contra el barro. Ella quedó sobre él, flácida, con el cuerpo aún caliente por la fiebre.

—Astria... Astria... te dije que no salieras —dijo, preocupado y con la manga le limpió el rostro. La piel de la niña estaba fría, pero no sin vida. Le apartó los mechones mojados y luego pasó los dedos por sus párpados.

Astria los abrió de golpe.

—¡Booom! ¡Boo! —gritó, con una sonrisa que le iluminó la cara.

—¡Aaaaaaah! —gritó Lyvis, soltándola de inmediato. Ella rodó, se sostuvo el estómago y estalló en carcajadas.

—Hubieras visto tu cara, Lyvis... hahaha —rió entre jadeos, con el pecho temblando. Se tapó la boca, pero seguía sacudiéndose de la risa.

Lyvis se puso de pie, con las manos cubiertas de tierra, el ceño fruncido y los ojos húmedos.

—¡No juegues así! ¡Estaba realmente asustado, pedazo de bruja!

Ella lo miró desde el suelo. Sonrió sin disculparse y luego curvo sus hermosas ventanas del alma.

—Me salvaste otra vez... ratoncito.

—¿¡Eres... idiota o qué!? Padre está preocupado por ti, mujer. Saliste sin cubierta, tan descuidada como siempre —seguía señalándole, furioso.

Astria hizo una mueca y le sacó la lengua. Luego se incorporó con facilidad; aunque la cabeza le daba vueltas, logró mantenerse en pie.

—Dando el ejemplo, ¿eh? Y apareces así... ¡Niña bruja!

Ella volvió a sacarle la lengua, cerrando un ojo con descaro.

—Ratoncito, no te preocupes. Si alguna vez estoy a punto de morir, tengo a mi ángel guardián cerca —se inclinó hacia Lyvis.

Los ojos de Lyvis se arquearon en un gesto perplejo.

—Pero tú no crees en Dios...

Astria le golpeó el hombro con firmeza.

—¡El ángel eres tú, bobo!

—Ah... ¡Tonta eres! —la empujó con un bufido—. ¡No puedo protegerte siempre, mon dieu! Si esos chiens no llegaban, ya estarías hecha charbon...

La mano mugrienta pero suave de Astria lo empujó hacia un rincón sombreado. Lyvis parpadeó confundido, hasta que ella le hizo una seña rápida, llevándose el dedo a los labios.

—¿Dónde demonios se metió esa niña? ¡Eran sus compinches! —gritó un hombre, arrodillado junto al sacerdote. El cura gemía, con los paños sobre los ojos enrojecidos, soltando quejidos bajos como un perro herido.

—Alguien la asistió, seguro... esas tretas son de algún mocoso, uno de sus amigotes —dijo otra voz femenina con acento cargado, apretando el chal en el pecho—. Los aldeanos dicen que la han visto correteando por los tejados con esos pilluelos.

Astria, tendida entre las tejas como si descansara en un jardín, alzó las cejas al oír aquello y susurró con fastidio:

—Cómo corren las habladurías... ni siquiera estábamos en el tejado, sacré nom...

—¡¿Ah!? ¿Quién está ahí? ¡Muestrense! —gritó un hombre, girando con brusquedad. Su farol temblaba en la mano, proyectando sombras erráticas contra la piedra.

Una anciana a lo lejos tropezó con una cubeta vacía, y el sonido metálico rebotó por la plaza como un disparo.

—¡¿Dónde está la bruja?! —insistió otro aldeano, más joven, con una pala en la mano y la frente perlada de sudor al escuchar el ruido—. ¡La he visto! ¡Allí arriba! ¡Entre los tejados!

—Estás viendo visiones, imbécil —murmuró alguien entre dientes—. Nadie puede moverse tan rápido...

Lyvis contuvo la respiración, encogido tras unas barricas rotas. Astria le tenía la mano puesta en la boca, apretando con firmeza.

—No respires tan fuerte —susurró ella, con una sonrisa en los labios como si todo le divirtiera.

—Esto no es gracioso... —murmuró él entre dientes, con la voz ahogada contra su palma.

—Shhh. Míralos. Parecen gallinas sin cabeza —susurró, asomando apenas un ojo entre las tablas.

Abajo, los aldeanos se habían dispersado, pero el miedo seguía en sus pasos. El sacerdote, aún sostenido por dos hombres, gimió al intentar hablar.

—Los ojos... sus ojos... eran fuego. Uno oro... el otro humo...

—Está delirando —dijo uno de los hombres que lo sostenía, apretando los dientes—. ¡Busquen al niño que lanzó las piedras!

Astria rodó los ojos y murmuró:

—Ay, ratoncito... creo que tenemos precio sobre la cabeza.

Lyvis la miró, exasperado.

—Demasiado tarde, mon chou. Ya eres mi cómplice.

Lyvis le mordió la mano, el rostro encendido como un farol. Astria apenas hizo una mueca de dolor, sin soltar ni un solo sonido, aunque acto seguido le propinó un golpe seco en la frente con los nudillos.

Él intentó esquivar el manotazo, pero ella ya le había hecho una seña con los dedos, pidiéndole silencio.

—Shh... Intentaremos bajar por aquí. No hagas tonterías. ¿Puedes seguirme el ritmo de siempre, ¿no? —susurró sin volverse.

El niño asintió con la cabeza y, antes de moverse, hizo un par de gestos con las manos, proponiéndole a Astria que aprendiera señales para comunicarse en silencio.

Ella le sonrió, enternecida, y le despeinó el cabello con suavidad. Lyvis arrugó la frente y le quitó la mano con brusquedad, algo avergonzado. Luego se dejó caer con agilidad por el borde del tejado, como si lo hiciera a diario.

—¡Niño bonito! —susurró Astria con una sonrisa ladina, lanzándole algo envuelto en hilo.

—Toma. No te lo quites por nada del mundo.

Era un collar hecho a mano, rústico y delgado. En el centro colgaba una pequeña calavera de hueso tallado; un ojo era de piedra clara, el otro, oscuro.

Lyvis lo atrapó al vuelo con fuerza, asintiendo sin decir nada.

—Espérame un poco más abajo. Lanzaré unas piedras para atraerlos. Así escaparemos con ventaja —dijo, haciendo gestos claros con las manos.

Lyvis le respondió con un pulgar alzado y una sonrisa torcida. Luego desapareció en silencio entre los tejados.

Los puños de la niña se cerraron con fuerza, hasta que los nudillos le palidecieron bajo la piel sucia.

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El sabueso le arrebató el pan de un mordisco torpe, pero Lyvis le lanzó una mirada severa. El perro lo miró de reojo, resopló y finalmente le devolvió el pan. El niño rompió un trozo y se lo ofreció igual.

—Alastor, qué malo eres... —dijo con una sonrisa—. Cuando aprenda a cocinar, te haré mucha carne frita.

Le acarició la cabeza con cariño, pero el perro, desinteresado, siguió devorando el pan sin prestarle atención.

—...

—Tan malo —repitió el niño, frunciendo el ceño con un puchero.

Se giró hacia el cielo, ahora teñido de un gris espeso con trazos rosados. Apretó los labios y dejó el pan a medio comer sobre una piedra.

—Astria se está tardando demasiado... —murmuró con inquietud.

Partió el resto del pan y se lo ofreció al sabueso. Esta vez, el animal no lo aceptó. Gimoteó bajito, con las orejas en tensión, y se quedó mirando hacia un punto entre los árboles.

—¿Qué pasa... Alastor? —Lyvis frunció el ceño, alarmado. El perro retrocedió un paso, sin apartar la vista de aquella dirección.

El niño siguió su mirada, pero no vio nada.

—No hay nada allí, Alastor —murmuró, sin convicción.

Volvió la vista al perro, pero este ladró con más fuerza, apuntando con el hocico hacia la espesura. Lyvis lo miró de reojo, molesto.

—Estás loco —murmuró, aunque su voz ya no sonaba tan firme.

Entrecerró los ojos y se obligó a mirar con más detenimiento. La brisa había levantado una capa delgada de humo, y en medio de ella, un destello: fuego. Iba de un lado a otro, como una antorcha en movimiento.

El estremecimiento fue inmediato.

—Astria... —susurró con los ojos abiertos de par en par.

Sin pensarlo, salió corriendo. El perro lo siguió al instante, sorprendiéndolo al pasar por su lado con las orejas bajas y el lomo erizado. Lyvis no miró atrás.

El fuego crepitaba a lo lejos. Y el nombre de Astria retumbaba en su pecho como un tambor.

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Con una mano empujó a Alastor hasta el tejado, ayudándolo a trepar con torpeza. Luego él mismo subió, jadeando. Desde lo alto, la vista era un caos de humo, chispas y figuras corriendo. Logró vislumbrar siluetas entre la multitud: hombres arrastrando cubetas, niños llorando, madres gritando nombres entre llantos, pero no había rastro de ella.

El fuego se esparcía con rapidez brutal, como si hubiera sido sembrado. Las llamas subían por las paredes, devoraban lonas y madera.

—Astria... —susurró de nuevo, girando la cabeza en todas direcciones.

Alastor gimoteó tras él y le mordisqueó la ropa, tirando de ella para que se apartara, pero Lyvis no podía moverse.

Sostuvo con fuerza el collar en el pecho, como si con eso pudiera invocar a su amiga. Se deslizó por las tejas, y por poco el perro lo derriba al saltar detrás de él. Cayó sobre una saliente más baja, donde el calor ya era sofocante.

Fuego. Fuego por todas partes. Techos, patios, ropa colgada, incluso los muros de piedra parecían hervir. Todo se quemaba.

Pero Astria no estaba.

El humo le cortó la respiración. Comenzó a toser, una y otra vez, los ojos llenos de ceniza. Avanzó a ciegas, tambaleándose hasta que casi tropezó con algo en el suelo.

Era la mechera de su padre. Una de esas de bronce con una flor tallada al costado. Siempre la llevaba en el cinturón.

Lyvis la recogió con dedos temblorosos.

Tuvo un mal presentimiento.

Un escalofrío le recorrió el cuello, helado, extraño entre tanto calor. Apretó los dientes y empezó a correr por el callejón entre gritos.

—¡Astria! ¡Astriaaaa! —gritó con toda la voz que le quedaba, hasta que le dolió la garganta.

El fuego seguía rugiendo.

—¡ASTRIAAAAA! —gritó otra vez, y su voz esta vez sí cortó el humo, desesperada, como un cuchillo.

El collar en su pecho ardía contra la piel.

Cerró los ojos al sentir la ceniza clavándose como agujas en sus párpados. Tosió con fuerza, con los pulmones vaciándose en seco, y entonces —¡pum!— tropezó. El cuerpo cayó de lado, y el suelo de tierra caliente le raspó el codo.

Abrió los ojos con esfuerzo, y entre la bruma sucia del humo, la vio.

Una silueta quieta. Una cruz ennegrecida por el hollín. Y allí, atada aún, la piel roja, chamuscada en algunas partes. El cabello pegado a la cara, la cabeza vencida hacia un lado.

Era Astria.

Lyvis se arrastró de inmediato, gateando con los codos, sin sentir las rodillas raspadas.

—No, no, no... —susurró con los labios partidos, y se aferró a uno de los maderos como si pudiera arrancarlo con las uñas.

—¡Astria! —la llamó, temblando. Subió por la cruz a trompicones, con la garganta ardiendo. Tocó el rostro de la niña: ardía, pero no era solo fiebre.

—¡Astria, soy yo! ¡Despierta! ¡Ya vine, ya estoy aquí!

Sus dedos buscaron las ataduras, desgarrándolas con torpeza, tirando sin delicadeza. La madera crujía debajo del peso. Astria no se movía.

—No te mueras... no te mueras, idiota... Despierta, por favor... no puedes dejarme solo. ¡Astria, soy yo!

 ¡¡Astriaaaa!!

El fuego se acercaba con hambre viva, devorando cada rastro de madera a su paso. Las chispas saltaban como lenguas frenéticas, y el calor era insoportable.

Alastor, que había estado quieto, mirando en una dirección con el cuerpo tenso, soltó un chillido seco. Sin pensarlo, corrió hacia Lyvis y lo jaló por la ropa con los dientes, tirando de él con tanta fuerza que el niño casi le soltó un manotazo por apartarlo de Astria.

—¡No, déjame, déjala! —gritó, rabioso.

Pero entonces se obligó a girarse. Se arrastró por el suelo, rodeó la cruz y con un esfuerzo tembloroso tomó las pequeñas manos de Astria. La bajó con cuidado, como si el más leve movimiento pudiera romperla.

La sostuvo contra su pecho, sintiendo su cuerpo flaco, pesado y frío.

Intentó ponerse de pie, pero el dolor lo derrumbó al instante. Cayó de nuevo con un golpe seco, y su rodilla estalló en un ardor insoportable. La tela estaba empapada de sangre.

—Mierda... ahora no... por favor... no...

El cuerpo de Astria rodó sin fuerza, cayendo justo donde las llamas ya rozaban la tierra.

Lyvis abrió los ojos con desesperación. Gateó con torpeza, arrastrándose a ella con las manos cubiertas de hollín y el rostro empapado en ceniza y lágrimas.

—¡¡¡AAAASTRIIIIAAAAA!!! —gritó con toda la fuerza de su garganta, con los pulmones rajándosele por dentro.

Sus manitas se acercaron al fuego. Lo sintió lamerle los dedos, devorarlo. Gimió, pero no se detuvo. Agarró el brazo de Astria, aún caliente, aunque ya la ropa empezaba a quemarse.

—¡No! ¡NO! ¡¡No te lleves a Astria!! ¡¡NO TE LA LLEVES!!

Pero el dolor fue insoportable.

Alastor chilló detrás. Saltó y, usando toda su fuerza, lo tomó por la túnica y lo arrastró hacia atrás. Lyvis pataleaba, forcejeaba con las uñas como garras, los ojos rojos y el ceño fruncido, con las lágrimas brotando sin parar, enlodadas de ceniza.

—¡Déjame! ¡Déjame ir! ¡¡Tengo que salvarlaaa!!

Sin embargo, Dios no le respondió. El pequeño ángel de la guarda no apareció en ningún momento.

El pequeño ángel que él era... no vio las señales y no la protegió...

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