Ficool

Chapter 7 - Capitulo 5 – Ecos en la penumbra

En la tarde, Celeste se quedó un rato más.

Tenía la costumbre de tocarlo todo, como si al rozar las cosas pudiera entender lo que habían sentido. Pasó los dedos por los lomos de mis libros, por mis paredes llenas de notas, por las fotos que yo creía haber escondido.

—¿Y él? —preguntó de repente, mirando una imagen en blanco y negro, medio rota—. Hay algo en esa sombra.

Me tensé.

Lucien me miró de reojo.

—No empieces con tus visiones, Celeste —dijo él, como si pudiera protegerme con palabras.

Pero ella no necesitaba permiso.

—No lo has soltado, ¿verdad? Sea quien sea, sigue ahí.

No supe qué decir. Ni siquiera sabía si hablábamos del mismo "él".

Ella se fue antes del anochecer, pero dejó un cuarzo en mi escritorio. "Para que no se te metan cosas que no entiendes", dijo con una sonrisa ambigua.

No era el primero que alguien intentaba espantar de mi habitación.

---

Esa noche escribí.

Escribí hasta que se me entumecieron los dedos.

Y cuando cerré el cuaderno, encontré algo extraño: una hoja que yo no recordaba haber escrito.

Mi letra.

Mi tinta.

Pero no mis palabras.

> "Me llamabas distinto antes. Antes de olvidar."

Sentí un nudo en el estómago.

Él.

Otra vez.

Y no estaba sola.

Lo supe.

Giré sobre la silla, lentamente.

Y allí estaba.

No su cuerpo. No sus ojos.

Pero la sensación. Su peso invisible.

—¿Qué quieres de mí esta vez? —pregunté en voz baja.

La puerta se abrió de golpe.

—¿Estás bien? —dijo una voz.

Era él.

Pero no el que yo esperaba.

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Adrián.

Mi ex.

Mi error con nombre bonito.

Tenía esa cara de "aquí no ha pasado nada" que usaba cada vez que quería volver a entrar en mi vida sin avisar.

—Te dejaste el suéter en mi casa —dijo, levantándolo con una sonrisa torcida.

Lo miré.

Y supe que ya no era parte de mi historia.

Pero él no lo sabía.

—No lo necesito —dije, firme.

Él se rió, como si yo no pudiera dejar de necesitar nada que alguna vez me hizo daño.

—Tú nunca cambias —murmuró, y sus ojos se oscurecieron un poco—. Siempre corriendo detrás de cosas que no existen.

Me dolió.

Porque quizá tenía razón.

Pero eso no significaba que él pudiera decirlo.

—Ya no tienes derecho a opinar sobre lo que busco —le dije.

Y por primera vez, vi miedo en sus ojos.

No porque yo fuera peligrosa.

Sino porque ya no lo necesitaba.

Lucien llegó esa tarde con su mochila colgando de un solo hombro y una flor arrancada en la mano.

Venía caminando desde el parque, con esa forma suya de arrastrar los pies, como si el mundo le pesara demasiado y aún así no quisiera detenerse.

Tampoco tocó la puerta.

Solo entró, como siempre.

—Tienes que ponerle llave a esto —dijo mientras cruzaba el pasillo, su voz resonando con eco en la casa vacía.

Yo estaba sentada en el suelo, con la espalda contra la pared, el cuaderno abierto sobre las piernas, las palabras a medio morir en cada línea.

No levanté la vista.

Solo escuché sus pasos acercarse hasta que dejó la flor sobre la mesa del comedor.

Una flor.

Pequeña. Azul. Un pétalo ya caído.

No dijo de dónde la había sacado.

Pero Lucien nunca decía esas cosas.

Solo aparecía con cosas tristes y hermosas. Como si supiera exactamente lo que me dolía.

—¿Qué es esto? —pregunté, aunque sí lo sabía.

—Un intento.

Lo miré entonces.

Llevaba la misma chaqueta negra de siempre, con las mangas deshilachadas y el cuello caído. Tenía las manos manchadas de pintura, probablemente por ayudar a Celeste con sus murales en la escuela.

Celeste siempre lo arrastraba a sus ideas raras, como pintar mariposas en los baños o escribir frases en los pupitres con marcador indeleble.

"Para que nadie olvide que existimos", decía ella.

Lucien no creía en eso.

Pero la seguía.

—Tu mamá llamó —agregó, bajando la mirada—. Estaba preocupada.

No pregunté cómo lo sabía.

Mi madre solía llamarlo cuando no me encontraba.

A veces lo hacía llorando.

A veces lo hacía borracha.

Lucien era mi puente con ella.

O mi escudo.

Nunca supe cuál prefería ser.

—¿Y Damián? —preguntó entonces, con una voz más baja, como si el nombre le doliera en la garganta.

El aire cambió.

Como si una ventana se hubiera cerrado.

—No sé —dije.

—Claro que sabes.

Lo miré.

Y ahí estaba, otra vez: esa mezcla de rabia y preocupación que lo volvía insoportable y necesario.

Lucien no odiaba a Damián.

Lo temía.

Sabía que había algo en él que no se podía tocar, algo oscuro y adictivo que yo había empezado a buscar como si se tratara de oxígeno.

—¿Por qué te importa? —pregunté.

—Porque él te hace daño. Y tú no lo ves.

—Yo sí lo veo. —Mi voz fue apenas un susurro—. Pero a veces... el daño también se parece a casa.

Lucien apretó los labios.

Sacó una rebanada de pan de la alacena. La mordió sin ganas.

Masticaba como si masticar pudiera hacerle olvidar.

Yo me levanté del suelo. Fui hasta la flor. La tomé.

La giré entre los dedos.

Sus bordes estaban marchitos.

Lucien siempre me traía cosas que no sabía cómo sostener.

—¿Te vas a escapar con él o qué? —dijo de pronto.

Me giré para verlo.

—¿Qué estás diciendo?

—Eso hacen los que están rotos. Se encuentran, se prometen cosas y se van. Como si el amor fuera una isla y no una trampa.

Lo odié por decirlo.

Y lo amé un poco también.

Porque Lucien era el único que me decía la verdad sin maquillarla.

Sin ternura.

Solo así, como si fuera un golpe necesario.

—Esto no es una historia de amor, Lucien —le dije, cansada.

—Entonces ojalá no sea una historia de muerte —respondió, y dejó el pan sobre la mesa como si acabara de abandonar una esperanza.

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