Capítulo 7 –
El silbato del Expreso de Hogwarts rompió el aire con una intensidad que hizo temblar los cristales de la estación. Matt, con el baúl de segunda mano que Snape había conseguido para él, se mantuvo en silencio, observando cómo decenas de niños se despedían entre risas, abrazos y palabras de aliento. El bullicio contrastaba con su propio silencio. Snape estaba allí, a su lado, rígido como una estatua, los brazos cruzados bajo su capa negra.
—Ya sabes lo que debes hacer —murmuró el profesor sin mirarlo directamente—. Mantente al margen. Observa. Escucha. Y no confíes fácilmente.
Matt asintió. No necesitaba que se lo repitiera. Su vida hasta ahora le había enseñado que las miradas amables muchas veces ocultaban intenciones torcidas. Pero aún así, por primera vez, sentía algo que jamás había sentido: pertenencia. Iba a un lugar donde todos eran como él… o al menos, eso quería creer.
—¿Volveré a verte pronto? —preguntó con voz queda, intentando que no se notara la pequeña grieta de emoción que se formaba en su garganta.
Snape lo miró por fin. Sus ojos eran dos pozos profundos, llenos de un dolor antiguo, y sin embargo, por un instante, pareció que aquel hombre tan duro vacilaba.
—Estaré cerca. No olvides eso.
Un apretón leve en el hombro, torpe pero sincero, fue todo lo que recibió como despedida.
Cuando subió al tren, no fue difícil notar que nadie lo esperaba. Las cabinas estaban casi llenas, ocupadas por pequeños grupos de amigos que ya se conocían o por familias con linajes mágicos bien marcados. Cada vez que abría una puerta, encontraba una sonrisa que se borraba en cuanto veían su ropa muggle o su expresión aún marcada por la calle. La palabra "diferente" flotaba en el aire, muda, pero densa.
Finalmente encontró una cabina vacía, en el penúltimo vagón. No era cómoda ni estaba bien iluminada, pero tenía algo que las otras no: soledad.
Se sentó junto a la ventana, apoyando la frente en el vidrio empañado. Mientras el tren comenzaba a avanzar, sintió un nudo en el estómago. No por miedo, sino por algo más difícil de aceptar: la esperanza.
Y entonces, cuando pensaba que el resto del viaje transcurriría en silencio, la puerta de la cabina se deslizó y una figura irrumpió con energía.
—¿Puedo sentarme aquí? Los demás compartimentos están llenos de idiotas que creen que mi pelo rosa es una maldición —dijo una voz femenina con un acento despreocupado.
Matt alzó la mirada y quedó ligeramente desconcertado. Una chica de unos catorce o quince años —bastante mayor que él— estaba allí, de pie, con una sonrisa descarada y el cabello de un tono rosa chicle que parecía cambiar con cada pequeño movimiento de su cabeza.
—Eh... sí, claro —balbuceó Matt, apartándose un poco.
La chica dejó caer su mochila sin mucho cuidado, se dejó caer en el asiento frente a él y estiró las piernas como si aquello fuera su casa.
—Soy Tonks —dijo—. Bueno, Nymphadora, pero ni se te ocurra llamarme así.
Matt apenas esbozó una sonrisa.
—Yo soy Matt.
Ella lo observó durante un segundo, como si leyera algo más allá de su rostro. Luego, con un guiño, cambió el color de sus ojos a un azul brillante.
Matt abrió los ojos sorprendido. No había leído eso en ningún libro.
—¿Cómo hiciste eso?
—¿Esto? —respondió Tonks, y de inmediato su nariz se alargó como la de un pato, arrancándole una risita a Matt por primera vez en días—. Es un don. Metamorfomaga. Nací con él. No todos pueden hacer esto.
—Es... impresionante —dijo Matt, más por lo que representaba que por lo visual. Aquella chica era mágica sin miedo, sin contención. Como si su magia no la hubiese cambiado, sino, es como si aprendiera a vivir con eso.
—Gracias —respondió Tonks, encogiéndose de hombros—. ¿Tú eres de primero, no? Se nota.
——
El resto del viaje transcurrió en un vaivén extraño entre el silencio y pequeñas conversaciones que Tonks iniciaba sin esfuerzo. Hablaba de sus travesuras, de profesores estrictos, de escaleras que cambiaban de sitio y retratos que se quejaban si pasabas demasiado rápido. Matt escuchaba en silencio, asintiendo a ratos, absorbiendo cada palabra como si fueran cuentos de un mundo lejano, uno donde él aún no sabía si encajaba.
Tonks, para su sorpresa, no parecía molesta por su quietud.
—No hablas mucho, ¿eh? —dijo en un momento, con una sonrisa ladeada—. Está bien. A veces es mejor observar antes de hablar. A mí me costó un par de castigos aprender eso.
Matt soltó una breve risa. Le agradaba esa chica, pero no sabía cómo devolverle esa familiaridad tan natural. Le costaba confiar. No porque ella no se lo ganara, sino porque la vida ya le había enseñado lo frágil que puede ser una promesa amable.
—Es solo que... nunca pensé estar aquí —dijo al fin, mirando por la ventana—. Pensé que iba a vivir y morir en las calles.
Tonks no respondió enseguida. Lo observó un momento, sin burlas, sin lástima. Luego asintió con seriedad, como si su silencio fuera más elocuente que cualquier intento de consuelo.
—Bueno, ahora estás aquí —dijo, y le dio un leve codazo—. No dejes que nadie te haga sentir menos por eso.
Un pitido largo y agudo los interrumpió. El Expreso de Hogwarts comenzaba a frenar. Afuera, las montañas y los árboles oscuros daban paso a un paisaje neblinoso, donde apenas se adivinaban las luces tenues de faroles mágicos. La estación de Hogsmeade se alzaba entre brumas, y la emoción de los estudiantes llenaba el vagón como una nube electrificada.
Tonks se levantó de un salto.
—Hora de la verdad. Nos vemos dentro, novato. No te dejes intimidar por las túnicas largas —le guiñó un ojo y se perdió entre la multitud del pasillo.
Matt se quedó un instante más. Esa chica era un torbellino. Pero no uno que arrasara con todo. Más bien, uno que iluminaba los rincones oscuros por donde pasaba.
Bajó del tren entre empujones, voces y murmullos. Fue entonces cuando la vio: una figura alta, con barba larga y una túnica que parecía resplandecer bajo la luna. Su presencia lo hizo detenerse. Sabía quién era, aunque nunca lo había visto en persona. Dumbledore.
El director de Hogwarts recibía a los alumnos de primero, hablándoles con una calidez que contrastaba con el frío del aire nocturno. Pero, a pesar de su tono amable, Matt sintió algo más. Algo bajo la superficie. Aquella figura no era solo un hombre sabio. Era también un observador. Uno que medía con la mirada.
—¡Alumnos de primero, por aquí! —llamó una bruja corpulenta con una linterna flotante—. ¡Vamos, todos en fila!
Matt se unió al grupo. Reconoció a varios rostros que lo habían evitado en el tren. Algunos lo miraban de reojo. Otros, directamente, le daban la espalda. No lo insultaban. No hacían gestos. Pero el aire entre ellos estaba lleno de la palabra que no se decía: muggle.
Cuando cruzaron el lago en pequeñas barcas, Matt se aferró al borde con los nudillos blancos. No por miedo al agua, sino por el silencio que lo rodeaba. Nadie le hablaba. Nadie lo incluía en sus bromas nerviosas.
La silueta de Hogwarts emergió de la niebla como una promesa lejana. Sus torres recortadas contra el cielo estrellado parecían susurrar secretos antiguos. Matt la observó, y por un instante, su soledad se disipó. Ese castillo, ese lugar, sería suyo también. Aunque tuviera que ganarse cada piedra.
Cuando cruzaron las puertas, el frío del exterior fue reemplazado por un calor mágico que envolvía las paredes. Los cuadros murmuraban entre sí, y las armaduras parecían inclinarse al paso de los nuevos estudiantes.
—¡Formen una sola fila! —ordenó la profesora McGonagall.
Matt siguió las instrucciones, sintiendo la presión de las miradas. No era el único nervioso, pero era el único... extraño.
—En unos momentos, serán seleccionados para sus casas —dijo la profesora—. Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Su casa será su familia mientras estén aquí.
Matt sintió una punzada. ¿Familia? Esa palabra aún dolía.
Cuando las puertas del Gran Comedor se abrieron y vio el cielo encantado sobre su cabeza, los candelabros flotantes y las cuatro largas mesas llenas de estudiantes, Matt contuvo el aliento. Era hermoso. Irreal.
Y, sin embargo, supo en su interior que ese sería el comienzo de algo mucho más difícil que lo que había vivido hasta ahora.
Porque sobrevivir en las calles era una cosa. Pero sobrevivir entre miradas que no te quieren allí… era un desafío completamente distinto.
——