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Chapter 4 - Capítulo 4: La cueva de los chirriantes y los Demiurgos

En Frente a la entrada de una cueva de no más de dos metros de altura, Arthur revisaba sus provisiones. Una vieja daga, una cuerda que había encontrado medio podrida en una taberna, una antorcha a medio consumir, y unas cuantas vendas improvisadas con telas viejas.

 

Mientras acomodaba todo en su bolso de aventurero principiante —que en realidad no era más que una bolsa de papas vacía—, se preguntaba cuál de las diosas le sonreiría esta vez: ¿la fortuna o la desgracia?

 

Arthur: (Suspira)

—Aunque con mi suerte, seguro es la de la desgracia. Ella debe tener un altar con mi nombre.

 

Lo que Arthur ignoraba era que, mientras jóvenes aventureros como él arriesgaban su vida por unas cuantas monedas o la ilusión de la gloria, otros seres mucho más antiguos se divertían observándolos desde un lugar eterno.

 

Los Demiurgos.

 

Seres trascendentales que intervenían en los momentos clave de la vida de los habitantes de Lost. Se decía que manipulaban pensamientos, emociones y decisiones, solo para su entretenimiento o para mover sus piezas en un tablero cósmico que solo ellos entendían.

 

Algunos teorizaban que habían creado el mundo. Otros, que lo tomaron a la fuerza, asesinando a los verdaderos dioses y arrebatándoles su trono.

 

Los más ancianos susurraban leyendas prohibidas.

Que los últimos dioses del origen sobrevivieron ocultándose en las profundidades de las mazmorras, los únicos lugares donde el poder de los Demiurgos no alcanzaba a influir en la mente de los vivos.

Se decía que la verdadera historia de Lost yacía enterrada en la oscuridad infinita del Abismo Voraz, resguardada por cinco sellos, esperando al héroe que un día desenterraría la verdad.

 

Pero Arthur no sabía nada de eso. Para él, solo era otro día más de sobrevivir.

 

Se ajustó su antorcha y repasó en voz baja:

 

—Bien… parece que tengo todo lo que necesito, o al menos todo lo que me alcanzó.

Según la información del gremio, los Conejos Chirriantes usan cuevas como guaridas. Suele haber entre cinco y diez por manada. Miden aproximadamente unos cincuenta centímetros y son rápidos, con garras afiladas y patas que te mandan a volar. Además, pueden ver perfectamente en la oscuridad… maldita sea.

 

Inspirando hondo. El olor de tierra húmeda y moho salía de la cueva como un susurro.

—Bueno, Schopenhauer… es hora de filosofar a patadas.

 

Subió su antorcha y, con la daga en mano, se adentró en la cueva.

 

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Fin del capítulo.

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