Ficool

Chapter 39 - CAPITULO 4

Quetzulkan apenas había terminado su combate con el Nobz cuando otro Orko saltó al círculo de combate, blandiendo una enorme hacha dentada.

—¡EZO FUE GENIAL! ¡AHORA ME TOCA A MÍ!

Los Orkos gritaron de emoción.

Pero antes de que Quetzulkan pudiera responder, otro Nobz saltó también, golpeándose el pecho con sus puños enormes.

—¡NO, NO! ¡PRIMERO YO! ¡VAMO A DARLE!

Uno tras otro, más Orkos se sumaron al desafío.

Para Quetzulkan, esto no era una molestia.

Esto era un festín.

No una batalla… sino una celebración.

Y él iba a disfrutar cada segundo.

Los Orkos se lanzaron contra él como una avalancha de furia y músculos.

Quetzulkan desató su propio poder en respuesta.

Un Orko intentó aplastarlo con un martillo masivo…

Quetzulkan lo esquivó y le destrozó la mandíbula de un solo golpe.

Otro Orko lo atacó con garras metálicas…

Quetzulkan lo atrapó y lo lanzó por los aires como si fuera un muñeco.

Un tercero intentó sujetarlo desde atrás…

Quetzulkan se dejó caer hacia atrás y lo aplastó contra el suelo con todo su peso.

Los Orkos eran rápidos y feroces, pero Quetzulkan era aún más rápido, más fuerte, más brutal.

Golpe tras golpe, iba destrozando a sus rivales.

Sus garras rasgaban la carne verde.

Sus puños rompían huesos y armaduras.

Su velocidad lo hacía intocable.

Pero lo que más importaba era su resistencia.

No se detenía. No descansaba.

Y con cada grito de los Orkos, sentía el WAAAGH! en su sangre.

Era un frenesí puro, una danza de destrucción y guerra.

Finalmente, solo él quedó en pie.

Los Nobz yacían en el suelo, algunos inconscientes, otros riendo con orgullo.

Y entonces, los Orkos lo aceptaron completamente.

—¡ZÍ, AHORA É E' DE LOZ NOZTROZ!

—¡ZÍ, ÉZ UN GUERRERO DE VERDÁ!

—¡WAAAAGH!

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Ahora que era parte de la horda, la guerra nunca terminaba.

Quetzulkan viajó de batalla en batalla, liderando cargas con los Orkos, arrasando enemigos en planetas enteros.

El universo de Warhammer 40K no tenía paz.

Y para Quetzulkan, eso era perfecto.

Peleando contra los Astra Militarum (La Guardia Imperial)

En un mundo cubierto de trincheras y ciudades devastadas, Quetzulkan luchó contra los humanos de la Guardia Imperial.

Miles de soldados vestidos con uniformes verdes y cascos reforzados disparaban láseres desde sus rifles.

Tanques masivos rugían con sus cañones, disparando contra la marea de Orkos.

Artillería retumbaba en la distancia, cubriendo el cielo con explosiones.

Pero los Orkos no se detenían.

Saltaban sobre las trincheras, despedazando a los humanos con cuchillas y garras.

Quetzulkan se movía como un torbellino de destrucción, cortando soldados y aplastando tanques con su magia y su fuerza.

El fuego láser rebotaba en su piel endurecida por el WAAAGH!

Las balas explotaban contra su cuerpo, pero él no caía.

Y entonces, los humanos huyeron.

La Guardia Imperial era fuerte… pero la furia de los Orkos y Quetzulkan era más grande.

Peleando contra los Eldar:

En otro mundo, las ruinas de una civilización antigua se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Aquí, los enemigos no eran humanos…

Eran los Eldar.

Seres esbeltos, de piel pálida y armaduras decoradas con runas místicas.

Se movían como sombras, disparando rifles que lanzaban proyectiles de energía azul.

Los Orkos chocaron contra ellos con furia… pero los Eldar eran rápidos.

Saltaban, esquivaban, desaparecían en el aire.

Pero Quetzulkan aprendía.

Con cada batalla, su mente se afilaba.

Observó sus movimientos.

Leyó sus patrones.

Y entonces, los atrapó.

Cuando un Eldar intentó esquivarlo, Quetzulkan predijo su movimiento y lo agarró del cuello, rompiéndolo en un instante.

Cuando otro intentó huir, Quetzulkan lanzó una ráfaga de llamas que lo convirtió en cenizas.

Los Orkos arruinaron el planeta, destruyendo todo a su paso.

Los Eldar escaparon.

Pero su arrogancia había sido aplastada.

Peleando contra los Tiránidos:

En otro planeta, la guerra se volvió una pesadilla.

Los cielos se oscurecieron con enjambres de criaturas con garras afiladas y bocas llenas de dientes.

Los Tiránidos habían llegado.

No eran soldados.

No eran ejércitos.

Eran una horda viviente.

Bestias chasqueantes con cuerpos cubiertos de placas óseas.

Criaturas enormes que escupían ácido y destruían fortalezas de un solo golpe.

Los Orkos rugieron y se lanzaron al combate.

Y Quetzulkan los lideró.

Saltó sobre una criatura masiva, hundiendo sus garras en su cráneo y arrancándole el cerebro.

Cuando otra bestia intentó morderlo, Quetzulkan abrió sus fauces y le escupió fuego directo en la boca, haciéndola explotar desde adentro.

Era el caos puro.

Los Orkos y los Tiránidos se despedazaban unos a otros sin piedad.

Pero Quetzulkan…

Quetzulkan estaba riendo.

Disfrutaba cada momento.

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Con cada batalla, Quetzulkan se hacía más fuerte.

Su cuerpo se adaptaba, se endurecía, evolucionaba.

Sus instintos se afilaban.

Se daba cuenta de que no solo peleaba mejor…

Sino que el universo mismo lo reconocía como un guerrero sin igual.

Los Orkos ya no lo veían solo como un aliado.

Lo veían como una leyenda.

Y él mismo…

…sabía que nunca había sido más feliz.

La guerra era todo lo que había.

Y él estaba hecho para la guerra.

Quetzulkan ha encontrado su lugar, en cada batalla se fortalece. Cada enemigo derrotado lo vuelve más feroz.

Pero… ¿hasta dónde llegará?

¿Acaso se perderá en la guerra para siempre?

O ¿volverá a recordar quién era antes?

La batalla nunca termina.

Y Quetzulkan tampoco quiere que termine.

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La guerra nunca terminaba.

Quetzulkan había luchado en incontables batallas junto a los Orkos, arrasando planetas, destrozando ejércitos y probando su fuerza contra los horrores del universo.

Pero, siempre había un líder.

Un Kaudillo.

Y en esta horda, el Kaudillo era Urgog Chaka-Dur, el "Matazeztos."

Era un gigante entre los Orkos, con una piel más gruesa que la armadura de un tanque y un tamaño que superaba a cualquier otro de su especie.

Su poder era absoluto.

Bajo su mando, los Orkos destruían mundos enteros, dejando solo ruinas y cenizas.

Nadie se atrevía a desafiarlo…

Hasta que Quetzulkan llegó.

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Los Orkos murmuraban.

Susurraban sobre Quetzulkan.

Sobre su fuerza, su ferocidad, su brutalidad.

Ningún Nobz podía derrotarlo. Ninguno sobrevivía para desafiarlo una segunda vez.

Y en el corazón de la horda, se gestó el inevitable desafío.

Era ley entre los Orkos.

Si alguien era lo bastante fuerte, debía demostrarlo.

Y así, Quetzulkan desafió al Kaudillo.

—¡PELEARÉ CONTIGO, MATAZEZTOS! ¡EL WAAAGH! NECESITA AL MÁS FUERTE!

Los Orkos rugieron con emoción.

—¡SÍ, ZÍ! ¡KOMBAT! ¡KOMBAT!

Urgog Chaka-Dur se levantó de su trono de huesos y metal.

Era monstruoso.

Más alto que un Dreadnought, con una mandíbula de hierro y un brazo mecánico del tamaño de un humano entero.

Su hacha era más grande que un tanque de guerra.

Sus cicatrices contaban historias de mil guerras.

Su rugido resonó como un trueno.

—¡JE, JE, JE… AZÍ KE KREZ KE PODÉZ KONMIGO, HUH? BUENO, ¡VAMO A DARLE!

Y con esas palabras…

La pelea por el liderazgo del WAAAGH! comenzó.

Los Orkos se reunieron en un círculo masivo.

Era más que una pelea.

Era un espectáculo.

El combate sería brutal, sin armas, sin trucos.

Solo fuerza, sangre y honor.

Urgog cargó primero, su velocidad era aterradora para su tamaño.

Su brazo mecánico se cerró como una trampa mortal.

Quetzulkan esquivó por un pelo.

Pero el suelo tembló cuando el puño del Kaudillo impactó contra la roca, partiéndola en mil pedazos.

Quetzulkan respondió con una patada giratoria a la cabeza de Urgog.

El golpe hizo retumbar el aire.

Pero el Kaudillo ni siquiera se tambaleó.

—¡JA! ¡EZO NI ME HIZO DOLÉ!

Y con un rugido, Urgog levantó su brazo mecánico y descargó un golpe demoledor.

Quetzulkan bloqueó con sus garras, pero el impacto lo lanzó metros atrás.

El suelo crujió bajo su cuerpo.

Pero en lugar de enojarse…

Quetzulkan sonrió.

—Eres fuerte… Me gusta.

Urgog gruñó con placer.

—¡ZÍ, ZÍ, ZÍ, É AZÍ KOMO ME GUSTA PELEAR!

Golpe a golpe, bestia contra bestia.

Ambos se atacaron sin descanso.

Quetzulkan se movía más rápido, atacando con precisión.

Urgog resistía cada golpe con pura brutalidad.

Puños chocaban contra mandíbulas.

Garras rasgaban piel de hierro.

Huesos crujían.

Pero ninguno caía.

Y entonces, Quetzulkan desató su verdadero poder.

Su cuerpo ardió con fuego, su piel endurecida con piedra, su velocidad potenciada por el viento.

La magia fluía en su sangre, fusionada con la brutalidad de la guerra.

Urgog no se detuvo.

Se lanzó sobre él, rugiendo, sin miedo, sin vacilar.

Pero esta vez, Quetzulkan estaba listo.

Cuando el puño mecánico cayó…

Quetzulkan lo atrapó con ambas manos.

Y con un rugido, destrozó el metal con su pura fuerza.

Urgog gruñó de dolor.

Pero Quetzulkan no le dio tregua.

Con un giro brutal, le dio un golpe ascendente en el pecho.

El Kaudillo se dobló por el impacto.

Y entonces, Quetzulkan saltó y lo remató con un puñetazo cargado de toda su fuerza.

La mandíbula del Kaudillo crujió.

Urgog cayó de espaldas, dejando un cráter en la roca.

El silencio cayó sobre la horda.

Y entonces…

Urgog soltó una carcajada.

—¡JA, JA, JA! ¡ZÍ, ZÍ, ZÍ, EZTÁZ LOCO!

Y con una sonrisa sangrienta, alzó un puño en señal de respeto.

—¡TÚ ÉZ EL KAUDILLO AHORA!

Los Orkos rugieron con euforia.

—¡WAAAAGH! ¡WAAAAGH! ¡WAAAAGH!

Quetzulkan se quedó de pie, sintiendo la adrenalina en su sangre.

Ahora era el líder.

El Kaudillo supremo.

El destino le había dado un nuevo camino.

No solo era un guerrero.

Ahora tenía un ejército.

Un WAAAGH! para arrasar galaxias.

La guerra nunca había sido tan gloriosa.

Pero…

…¿cuál sería su siguiente paso?

Quetzulkan ha tomado el control de la horda Orka.

¿Dónde los llevará?

¿Se convertirá en un conquistador sin igual?

O…

¿Recordará el mundo del que vino?

Las estrellas tiemblan…

…porque el WAAAGH! de Quetzulkan apenas está comenzando.

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Quetzulkan se sentía invencible.

Después de aplastar a Urgog Chaka-Dur, después de liderar innumerables batallas con los Orkos y arrasar mundos, el ego de Quetzulkan se disparó.

Era el Kaudillo supremo.

Era un guerrero sin igual.

Pero la galaxia es vasta, y su brutalidad pronto llamó la atención de otros seres poderosos.

Los líderes de la humanidad, los campeones de los Astartes, los generales del Imperio, los demonios del Caos, los constructos inmortales de los Necrones…

Todos oían su nombre.

Y no tardaron en enfrentarlo.

Quetzulkan desafió a los más fuertes.

Y al principio… perdió.

No una, ni dos veces.

Perdió muchas veces.

Porque no eran enemigos comunes.

Eran seres que habían sobrevivido a milenios de guerra.

Eran líderes, primarcas, campeones y avatares de los mismísimos dioses.

Pero en cada derrota…

Quetzulkan aprendía.

Se levantaba.

Se hacía más fuerte.

Y poco a poco, las victorias comenzaron a llegar.

Cuando luchaba como un Orko, cuando confiaba solo en su brutalidad… era vencido.

Pero cuando desataba toda su fuerza, cuando adoptaba su forma de dragón, cuando dejaba que la energía del WAAAGH! lo impulsara…

Ahí era cuando se volvía una bestia imparable.

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Su primer gran enfrentamiento fue contra un Capitán de los Astartes.

Un Ángel Sangriento.

Un guerrero cubierto de una armadura dorada y roja, con un rostro pálido y colmillos afilados.

Era un monstruo en combate cuerpo a cuerpo.

Los golpes de Quetzulkan eran rápidos y letales, pero el Astartes bloqueaba cada uno con una velocidad aterradora.

Y cuando respondió con su propia espada…

Quetzulkan cayó en segundos.

La hoja ardió con el poder del Emperador y lo atravesó como si su piel fuera papel.

Por primera vez en mucho tiempo…

Quetzulkan sangró.

Pero la derrota no lo detuvo.

Cuando despertó de sus heridas, su sonrisa era más amplia que nunca.

—Eres fuerte… Me gusta.

Y así, comenzó su ascenso.

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Después de muchos combates y más victorias entre los Orkos y la humanidad, Quetzulkan encontró a su siguiente desafío.

Un Señor del Caos.

Un guerrero envuelto en fuego y sombras, con una armadura negra y roja que parecía sangrar por sí misma.

Sus ojos brillaban con una malicia infernal.

—Poca cosa para mí, monstruo.

La batalla fue brutal.

Magia oscura, maldiciones, llamas del Inframundo…

Quetzulkan peleó con todo su poder, pero el Señor del Caos era más astuto.

Usó hechizos, invocaciones, ilusiones.

Y al final…

Quetzulkan cayó, su cuerpo cubierto de cicatrices de fuego.

Pero en el suelo…

Seguía riendo.

—Je… la próxima vez… será diferente.

Y así, siguió entrenando.

Siguió evolucionando.

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Su primer gran triunfo llegó cuando se enfrentó a un Necrón inmortal.

Un Líder Supremo de los Necrones, cubierto en un metal imposible de destruir, con una guadaña de energía que podía partir el espacio mismo.

Los Necrones no sentían miedo.

No conocían la derrota.

Pero Quetzulkan… tampoco.

Esta vez, no luchó como un Orko.

Esta vez, no peleó como un simple guerrero.

Esta vez…

Se convirtió en su verdadero yo.

Un dragón dorado y verde de 50 metros.

Pero el WAAAGH! lo hizo crecer aún más.

70 metros.

80 metros.

100 metros.

Quetzulkan se elevó en los cielos como un titán de fuego y destrucción.

Los rayos del Necrón no le hacían daño.

Cada golpe de su garra destrozaba la armadura imperecedera.

Y al final…

El gran líder Necrón cayó, convertido en polvo.

Los Orkos rugieron de alegría.

Y Quetzulkan, con su orgullo alimentado…

…buscó a su próximo oponente.

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Cada batalla lo hacía más fuerte.

Cada derrota alimentaba su deseo de ganar.

Cada enemigo lo empujaba a evolucionar.

Y el WAAAGH! lo convertía en algo más.

Ahora, cuando luchaba, su cuerpo crecía.

Ahora, cuando peleaba, su magia se volvía caótica y destructiva.

Los Orkos le veían como un dios de la guerra.

Los enemigos le temían como un monstruo imparable.

Pero…

…el universo aún tenía muchos dioses y demonios que lo pondrían a prueba.

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