Olegar Drakov, el Guardián de Hierro, octavo general del Ducado de Zusian, se erguía en el corazón de una batalla caótica que devoraba el Desfiladero de Dravken, una vasta red de gargantas y valles escarpados que serpenteaban a través de las imponentes cadenas montañosas de Karador. El conflicto se extendía como una herida supurante por la mitad norte de la cordillera, un laberinto de rocas afiladas y precipicios traicioneros donde el eco de los gritos se multiplicaba hasta convertirse en un rugido eterno. Comandaba ahora a 18,370,000 legionarios de hierro, los supervivientes endurecidos de sus 18,408,000 originales, cada uno un depredador forjado en las forjas del ducado, brutales y sanguinarios, con una fuerza que habrían dominado cualquier otro ejército. Pero no este, enfrente, el enemigo se aferraba con tenacidad: 11,389,000 de los 11,505,000 soldados originales de los Batallones de Plata thaekianos, respaldados por 4,709,000 de los 5,800,000 mercenarios conocidos como Los Hijos del Alarido, una horda de asesinos a sueldo que gritaban sus promesas de muerte con voces que rasgaban el aire como cuchillas.
Olegar era una figura imponente a sus cincuenta y cinco años, un coloso de más de dos metros de altura con hombros anchos como yugos de bueyes, envuelto en una armadura de placas negras adornada con filigramas dorados que serpenteaban como venas de oro líquido, y rubíes engastados que formaban diminutas cabezas de lobos gruñendo en cada articulación, sus ojos rojos brillando con un fulgor siniestro bajo la luz mortecina de un cielo encapotado que amenazaba con derramar más lluvia sobre el barro ya empapado en sangre. En su enorme mano derecha, blandía una alabarda cuya hoja ancha y curva trazaba arcos devastadores, segando enemigos en tajos que abrían vientres y derramaban entrañas humeantes sobre la tierra pisoteada, donde se mezclaban con el lodo en charcos viscosos que atrapaban botas y hacían resbalar a los combatientes en una danza macabra de muerte inminente.
El combate era un matadero, un torbellino de acero y carne que llevaba ya diez días ininterrumpidos, sin respiro ni piedad, donde el hedor a sudor rancio, hierro oxidado y vísceras expuestas impregnaba el aire como una niebla asfixiante. Los cuernos de guerra retumbaban entre las laderas rocosas, sus ecos rebotando en las paredes del desfiladero y fusionándose con los gritos de rabia que surgían de gargantas enronquecidas en coros masivos, el llanto gutural de los moribundos que suplicaban piedad en murmullos colectivos ahogados por el clamor, y el incesante choque de metales que resonaba como un herrero forjando el apocalipsis en un yunque infinito.
Las banderas de ambos bandos ondeaban con ferocidad, el lobo de oro en campo negro con detalles carmesíes del Ducado de Zusian flameando como un desafío eterno, y el dragón negro en campo de plata del Marquesado de Thaekar respondiendo con su propia promesa de aniquilación. A pesar de que sus hermanos estaban en frentes distintos, ninguno de los tres había logrado atravesar las líneas enemigas, aunque cada uno era como una avalancha de acero cuando se lanzaba a la ofensiva, aplastando opositores bajo el peso de su furia colectiva.
Su contrincante, Gustav Halberdthal, el Martillo Silente, quinto general del Marquesado de Thaekar, exudaba una presencia opresiva que parecía absorber la luz misma del desfiladero. Era un hombre joven de rostro pálido y una belleza casi antinatural, espectral, con ojos de un verde pálido tan profundo que parecían pozos sin fondo, transmitiendo una quietud aterradora que se propagaba a sus tropas como una plaga silenciosa, inspirando una seriedad colectiva que las mantenía firmes incluso cuando las líneas se doblaban bajo el empuje implacable de los zusianos.
Su cabello, largo y liso de un tono acero azulado, caía como una cascada por sus hombros, enmarcando una figura que exudaba una fuerza tan abrumadora que parecía imposible que su cuerpo mortal la contuviera, como si los dioses lo hubieran bendecido con el poder de un titán —y eso, viniendo de él, era básicamente impensable, no por presunción, sino porque él mismo era un hombre tan fuerte que tenía pocos iguales, un detalle que se manifestaba en cómo sus tropas respondían a su mera presencia, adaptándose a cada giro del combate con una resiliencia que compensaba cualquier desventaja, reformando formaciones en medio del caos para contraatacar con precisión letal.
Mudo desde su nacimiento debido a una maldición familiar o un accidente infantil —las historias variaban, pero todas coincidían en su mudez absoluta—, Gustav había forjado su reputación a base de golpes que hablaban más que cualquier voz, acciones que resonaban en los anales de la guerra como martillazos en un yunque. Sus órdenes se transmitían en silenciosas olas que recorrían sus líneas, haciendo que batallones enteros se movieran como un solo organismo, empujando contra el muro zusiano con una voluntad que ignoraba el cansancio, sus escudos chocando en unisono para crear brechas donde hachas descendían en cortinas de destrucción, partiendo armaduras y carne en impactos que esparcían fragmentos óseos y tejidos en nubes rojas que salpicaban rostros y blindajes por igual.
Sus tácticas eran precisas y veloces, comunicadas con gestos secos y cortos que sus capitanes transmitían como relámpagos a través de la cadena de mando, usando banderas de señales o cuernos con códigos específicos que sus hombres conocían de memoria, permitiendo que sus formaciones se adaptaran al terreno irregular del desfiladero, fluyendo alrededor de obstáculos como ríos de acero, resistiendo embestidas que dejaban pilas de cuerpos apilados en barreras naturales, donde el peso colectivo aplastaba a los caídos en masas indistinguibles de lodo y vísceras, huesos crujiendo bajo botas que pisoteaban sin remordimiento, pulmones colapsando en últimos estertores ahogados por el barro.
Gustav era un gigante, midiendo más de dos metros y medio, con brazos como troncos capaces de blandir un martillo de guerra que, por su tamaño y peso colosal, parecía un arma diseñada para un titán. Cada vez que lo alzaba, el aire alrededor se comprimía con la amenaza de la destrucción inminente, un silbido ominoso que precedía al impacto devastador en las líneas frontales, donde barría secciones enteras, reventando escudos en astillas que se clavaban en ojos y gargantas, torsos explotando en erupciones de costillas astilladas y órganos pulverizados, dejando cráteres en las formaciones donde cuerpos colapsaban en pilas humeantes, extremidades arrancadas girando en el aire antes de caer en el caos, salpicando a los supervivientes con chorros arteriales que pintaban el suelo en patrones abstractos de agonía. No necesitaba rugir ni proferir arengas inflamadas; se desplazaba entre sus hombres con la calma fría de un verdugo que ya ha dictado sentencia y solo espera el momento de ejecutarla, su presencia sola inspirando a sus tropas a redoblar esfuerzos, mientras sus ojos, de un verde muerto, escrutaban el campo con una inteligencia táctica que desmentía su mutismo, dirigiendo contraataques que erosionaban los flancos zusianos en desgastes graduales, obligando a respuestas colectivas que mantenían el equilibrio en un punto de tensión constante, donde cada paso adelante costaba ríos de sangre y montones de cadáveres desmembrados.
Era un hombre difícil de vencer, a pesar de los diez días de combate ininterrumpido desde que sus fuerzas habían chocado en el desfiladero, un estancamiento donde la vida se extinguía en oleadas sin sentido, solo para ser reemplazada por más carne fresca que corría hacia su muerte. Los legionarios zusianos, con su brutalidad innata, cargaban una y otra vez, sus alabardas abriendo surcos en las filas thaekianas, desgarrando tendones y exponiendo huesos que crujían al romperse, mientras los thaekianos respondían con una resiliencia digna de admirar, sus hachas de peto descendiendo en arcos que partían cráneos en dos, sesos derramándose como papilla sobre hombros acorazados, ojos reventados en explosiones de gelatina que se pegaba a las viseras de los yelmos.
En un sector del valle central, una carga zusiana rompió temporalmente una línea thaekiana: un grupo de legionarios irrumpió a través de una brecha, sus botas chapoteando en un charco de tripas licuadas, y uno de ellos, un veterano con cicatrices que cruzaban su rostro, hundió su alabarda en el pecho de un mercenario de Los Hijos del Alarido, la hoja atravesando esternón y pulmones en un chorro de sangre espumosa que brotó de la boca del moribundo como un géiser, sus manos arañando el aire en un último intento de aferrarse a la vida antes de colapsar, arrastrando al zusiano con él en un abrazo mortal cuando su daga oculta se clavó en el cuello del atacante, cortando la yugular en un chorro que pintó el rostro de compañeros cercanos, cegándolos momentáneamente mientras otros enemigos cerraban la brecha con escudos que aplastaban cráneos contra rocas, huesos astillándose en fragmentos que se incrustaban en cerebros expuestos.
Más allá, en un angosto paso flanqueado por acantilados, la infantería pesada de ambos bandos se enzarzaba en un muro de carne y metal: los escudos de torre zusianos, altos como hombres, chocaban contra los escudos largos thaekianos en impactos que reverberaban como truenos, astillas volando y clavándose en carne desprotegida, mientras alabardas y hachas se entrecruzaban en un baile letal. Un legionario zusiano, sanguinario hasta la médula, empujó su escudo contra un thaekiano, aplastando su nariz en una explosión de cartílago y sangre que corrió por su barba, y luego giró su alabarda para decapitarlo, la cabeza rodando por el suelo con los ojos aún abiertos en shock, rebotando contra piernas antes de ser pisoteada en una pulpa irreconocible. Pero el thaekiano, con su voluntad inquebrantable, no cayó solo; en su agonía, clavó su hacha en la rodilla del zusiano, partiendola en dos con un crujido audible, el hueso blanco asomando a través de la carne rasgada mientras el legionario aullaba y contraatacaba, hundiendo su bota en la herida abierta del enemigo, aplastando vísceras expuestas hasta que el thaekiano vomitó bilis y sangre antes de expirar.
Alrededor, la infantería media intentaba flanquear: hachas de peto zusianas y escudos de cometa chocaban contra espontones thaekianos, puntas perforando gargantas en chorros que empapaban el terreno, convirtiéndolo en un lodazal resbaladizo donde soldados caían y eran pisoteados vivos, sus costillas colapsando bajo el peso de botas acorazadas, pulmones perforados por fragmentos de armadura rota.
La infantería ligera se entremezclaba en brechas efímeras, partesanas zusianas enfrentando lanzas largas thaekianas en estocadas que atravesaban ojos y cráneos, cerebros salpicando o penetrando abdómenes para que intestinos se derramaran como serpientes viscosas, enredándose en piernas y causando caídas que terminaban en degollamientos rápidos, cuchillas cortando tendones para que víctimas cojearan antes de ser rematadas con pisotones que reventaban tráqueas. La caballería era un punto muerto sangriento: cargas y contracargas donde enormes martillos de guerra de dos manos abrían huecos en formaciones, aplastando yelmos en masas planas de metal y carne pulverizada, cerebros licuados filtrándose por las grietas, pero las alabardas de la caballería pesada enemiga interceptaban, sus hojas curvas arrancando cabezas de caballos en fuentes de sangre que cegaban jinetes, animales relinchando en pánico mientras colapsaban, aplastando a sus montados bajo toneladas de músculo y armadura, huesos rompiéndose en múltiples fracturas compuestas, astillas perforando órganos vitales en agonías prolongadas.
La caballería media zusiana atacaba desde flancos expuestos donde podía, sus alabardas dibujando arcos llenos de sangre y miembros amputados que volaban como proyectiles, aterrizando en rostros y causando pánico momentáneo, mientras hachas de peto enemigas intentaban flanquear, descendiendo en tajos que partían hombros en dos, exponiendo pulmones que se inflaban y desinflaban en respiraciones jadeantes antes de colapsar en hemorragias internas. La caballería ligera zusiana era la más efectiva, hostigando con arcos que lanzaban flechas que perforaban ojos y gargantas en chorros finos, o cargando rápidas con lanzas largas que empalaban torsos, dejando cuerpos colgando como marionetas rotas, pero siempre tratando de ser interceptadas por jinetes ligeros enemigos, lanza contra lanza en colisiones que reventaban pechos en explosiones de costillas astilladas y corazones perforados, caballos pisoteando cráneos abiertos en salpicaduras de materia cerebral.
Todas las unidades tenían sus versiones élite, y Olegar trataba de no usar mucho las suyas para desgastar al enemigo, pero eso costaba grandes bajas: el enemigo combinaba elites y tropas regulares en oleadas mixtas que erosionaban las líneas zusianas, un élite thaekiano cargo con su hacha partiendo a un legionario en dos desde el hombro hasta la cadera, vísceras derramándose en un torrente humeante, solo para ser rodeado por tres zusianos que lo despedazaron en un frenesí, dagas clavándose en articulaciones hasta que sus tendones se rompían, colapsando en un charco de su propia sangre mientras intentaba morder el cuello de uno de sus atacantes.
Olegar mismo estaba en el frente, tratando de romper las filas enemigas, su guardia de 40,000 Colmillos de Hierro tratando de ayudar: jinetes de elite, veteranos de mil batallas con armaduras de placas pesadas y yelmos cerrados adornados con cuernos curvados, decorados con plata, sus alabardas dibujando arcos de muerte mientras montaban caballos con pesadas bardas de placas. En una carga reciente, un Colmillo galopó hacia una brecha, su alabarda descendiendo para arrancar las cabezas de varios mercenarios en una explosión de hueso y sesos que salpicaron a sus compañeros, pero un thaekiano contraatacó, su esponton perforando el flanco del caballo, el animal relinchando mientras sus intestinos se derramaban, colapsando y enviando al jinete al suelo donde fue pisoteado por cascos que reventaron su yelmo, su cerebro esparciéndose en una pasta bajo el peso colectivo. Otro Colmillo, se levantó de una caída similar, su armadura abollada por impactos que habrían matado a un hombre menor, y hundió su alabarda en el rostro de un enemigo, decapitandolo en un tajo que envió su cabeza rodando ladera abajo, rebotando contra rocas salpicadas de sangre coagulada.
En un valle adyacente, una emboscada thaekiana sorprendió a un destacamento zusiano: mercenarios descendieron de las alturas, sus hachas cayendo en arcos que partían espinas dorsales, vértebras crujiendo en fracturas que paralizaban cuerpos a mitad de grito, piernas inertes arrastrándose mientras los heridos eran rematados con pisotones que reventaban cráneos en explosiones de hueso y cerebro. Los legionarios respondieron con disciplina brutal, formando un círculo de escudos donde sus alabardas salían como púas, perforando pechos en impactos que expulsaban corazones lacerados, sangre arterial salpicando como lluvia sobre el grupo, cegando ojos y haciendo resbalar grips en empuñaduras empapadas.
Era un combate duro, sin posibilidad de recibir ayuda de otros campos de batalla: en el centro, donde Su Gracia Ivan, el joven heredero Erenford, no podía prescindir de hombres, aunque no habían estado en combate directo, su oponente era Ilarius Ronkler, El Demonio Azul, primer general de Thaekar, una amenaza que mantenía las fuerzas inmovilizadas en una tensión latente. A su izquierda, Quentin estaba también con las manos llenas, su avance igual de reducido que el suyo. Y en los flancos norte, no podía recibir ayuda; Garrick y Roderic estaban avanzando contra sus frentes de batalla, pero el terreno montañoso impedía refuerzos rápidos, dejando a Olegar y sus hermanos en un aislamiento sangriento donde cada hora traía más caos.
En un barranco estrecho, una unidad de infantería ligera zusiana intentó una emboscada contra mercenarios thaekianos: partesanas se clavaron en espaldas expuestas, perforando columnas en crujidos que paralizaban cuerpos, víctimas cayendo con piernas inertes, meando sangre mientras agonizaban, pero los thaekianos giraron con escudos que bloquearon el asalto, sus espontones contraatacando para perforar abdómenes, derramando bilis y heces en el suelo en un hedor nauseabundo que hacía vomitar a los heridos cercanos. Un legionario ignoró una herida en el costado donde sus costillas asomaban como dedos blancos, y cargó contra un grupo, su partesana empalando a uno en una embestida que lo atraveso desde el vientre de lado a lado, intestinos cayendo en bucles calientes que se enredaron en sus propias botas, tropezando y cayendo para ser rematado por un hacha que le partió el cráneo, sesos salpicando en un arco que aterrizó en la visera de un compañero, cegándolo temporalmente mientras otro mercenario lo degollaba, sangre brotando en un abanico que pintó las rocas circundantes.
En otro sector, la caballería ligera zusiana hostigó un flanco thaekiano con arcos, flechas silbando para clavarse en cuellos expuestos, arterias reventando en chorros que empapaban armaduras, víctimas cayendo de sus monturas con gargantas gorgoteando, pero los jinetes ligeros enemigos cargaron en respuesta, lanzas chocando en impactos que empalaban pechos, corazones expulsando sangre en pulsos finales, caballos pisoteando cuerpos caídos hasta reducirlos a masas irreconocibles de hueso triturado y carne molida. La batalla continuaba, un vórtice de brutalidad donde cada avance costaba más carne despedazada, el desfiladero convirtiéndose en un cementerio vivo de agonía interminable, con Olegar empujando hacia adelante, su alabarda segando vidas en arcos sangrientos, mientras Gustav, silencioso y opresivo, reformaba sus líneas para absorber el asalto, el equilibrio tenso prometiendo más carnicería sin fin visible.
Su hermano menor, Dragomir Drakov, el Toro Salvaje de Zusian, era un enorme hombre de hombros amplios como puertas de fortaleza, cubiertos por una armadura que crujía con cada movimiento de sus músculos bulbosos, y su respiración era un rugido profundo que vibraba incluso por encima del estrépito del combate lejano, un sonido que inspiraba terror en los enemigos y coraje en sus aliados. Con su gigantesca maza de dos manos, lideraba violentas cargas en múltiples frentes, intentando atravesar alguna de las líneas thaekianas: en un valle lateral, Dragomir cargó al frente de un batallón, su maza descendiendo en un arco que aplastó torsos y costillas, el impacto enviando ondas que derribaron a dos más, sus cráneos crujiendo bajo el peso de la caída colectiva.
Pero los thaekianos, reformaron la línea, sus escudos chocando para crear una pared que absorbía el empuje, un mercenario alaridando intento clavabar su lanza en el brazo de Dragomir, pero el Toro Salvaje respondió girando, su maza barriendo al atacante, rompiendo huesos en ángulos grotescos protruyendo a través de la piel rasgada mientras el hombre gritaba en agonía, arrastrado por compañeros que lo usaban como escudo humano contra flechas zusianas que perforaban su espalda expuesta, órganos vitales lacerados en múltiples heridas supurantes.
Ambos habían combatido codo a codo desde que apenas eran hombres jóvenes, forjando su vínculo en las forjas de la guerra, y ahora, ya en la madurez de sus años —Olegar con cincuenta y cinco largos inviernos a sus espaldas, Dragomir con cincuenta, y Vasyl entre ellos con cincuenta y dos—, seguían siendo un trío de acero implacable, tan temidos por sus enemigos como respetados por sus propios hombres, que los veían como pilares inquebrantables del ducado, guiando el empuje colectivo con una presencia que fortalecía las líneas en momentos de presión máxima. En un flanco norteño, Vasyl Drakov, el Lobo de Plata, conocido por su astucia y precisión letal, mantenía la calma afilada que equilibraba las dos tempestades que eran sus hermanos. Donde Dragomir era fuerza desatada como un toro en estampida, y Olegar era presión constante como una montaña inamovible, Vasyl era precisión quirúrgica, un asesino en el campo que golpeaba donde más dolía, dirigiendo flancos para explotar debilidades en el empuje enemigo. Su rostro era severo pero controlado, con facciones angulosas que rara vez mostraban una emoción intensa, líneas que hablaban de años de cálculo frío en batallas donde sus decisiones habían salvado líneas enteras.
No era el primero en lanzarse al combate, pero cuando lo hacía, era porque ya había calculado dónde y cuándo clavar el golpe mortal que afectaría el equilibrio. En una escaramuza reciente, Vasyl avistó una debilidad en un nudo de mercenarios: cabalgó sigilosamente por un sendero rocoso, su espada descendiendo en un tajo preciso que cortó la garganta de un capitán thaekiano, la tráquea seccionada en un gorgoteo ahogado, sangre burbujeando mientras el hombre caía de rodillas, sus manos presionando la herida en vano, dedos resbalando en el torrente caliente. Los subordinados del capitán entraron en pánico momentáneo, permitiendo que los legionarios de Vasyl irrumpieran, sus alabardas partiendo abdómenes en tajos que derramaban bucles de intestinos humeantes, pisoteados en el avance hasta convertirse en una pasta viscosa que hacía resbalar a los perseguidores.
Aunque solo Olegar ostentaba el título oficial de General concedido por el duque Varislav Erenford, "El Lobo de Karador", los tres eran defacto generales. Dragomir era su mano izquierda, la fuerza salvaje que partía muros y dispersaba formaciones enteras con cargas brutales que barrían secciones enteras del enemigo; Vasyl era su mano derecha, el filo que podía cortar la cabeza del enemigo sin necesidad de arrasar el cuerpo entero, atravesando líneas para asesinar comandantes y debilitar el todo. Juntos, formaban un triángulo de acero que no necesitaba más que un gesto de Olegar para moverse en perfecta sincronía, una unidad que había ganado batallas importantes para el ducado en más de una ocasión, y ahora mantenía el pulso en el desfiladero, donde el empuje colectivo continuaba erosionando las líneas thaekianas en un avance que prometía romper el estancamiento, aunque aún no lo hacía, prolongando la carnicería en un tapiz interminable de sangre y metal.
La familia Drakov era una de las pocas dinastías militares puras del ducado, su historia ligada al acero y la sangre mucho antes de que los Erenford unificaran su territorio y lo convirtieran en un reino unificado bajo su estandarte, un legado que se sentía en cómo sus hombres respondían a su mando, formaciones avanzando con una brutalidad heredada que no permitía retrocesos. Los Drakov habían sido guerreros nómadas en las estepas del norte, clanes de mercenarios que vendían su espada al mejor postor, pero su lealtad se forjó en las guerras de conquistas, cuando Aldric I Erenford "El Caza Brujas" los reclutó para sus campañas de expansión, prometiéndoles tierras y honor a cambio de su ferocidad, un pacto que se manifestaba en batallas donde sus ancestros habían barrido tribus y clanes enteras en cargas que dejaban campos alfombrados de cuerpos desmembrados, extremidades cortadas acumulándose en pilas que atraían cuervos hambrientos, picoteando ojos vidriosos mientras los heridos gemían en vano.
Desde entonces, los Drakov habían servido fielmente, incluso después de la derrota de los Erenford en las guerras de unificación hace muchas décadas, cuando el reino se fragmentó y se convirtió en ducado bajo soberanía externa, manteniendo su rol como familia militar. Siempre un Drakov había estado al servicio de un Erenford, ya fuese como rey en los días de gloria o como duque en los tiempos de humillación, jurando lealtad en rituales de sangre donde cortaban sus palmas y mezclaban su esencia con la de su señor. Habían luchado bajo El Caza Brujas en batallas donde las llanuras no tenian un fin, donde masacraron a reinos enemigos con cargas caballerescas que dejaron ríos de sangre en vastos paisajes, habían defendido las murallas durante el asedio de Krabrav contra invasores del este, resistiendo hambrunas y plagas en sitios que duraban meses y habían marchado con Kenneth Erenford "El Lobo Sangriento" en campañas que tiñeron mapas enteros de rojo, conquistando territorios con una brutalidad que aún se contaban al día de hoy.
Dejando de lado su historia familiar, Olegar miró de lado a lado, escrutando el vasto tapiz de caos que se extendía por el desfiladero de Dravken, donde las montañas de Karador se elevaban como guardianes indiferentes, sus picos nevados indiferentes al mar de muerte que bullía en sus faldas. No había lugar para forjar una ventaja clara; de hecho, estaban siendo superados en múltiples puntos, con oleadas crecientes de mercenarios empujando contra varios de sus flancos expuestos.
Los Hijos del Alarido rompían contra las líneas como olas salvajes contra acantilados erosionados, desgarrando carne y metal en ráfagas caóticas antes de retroceder en un reflujo impredecible, dejando tras de sí un reguero de extremidades mutiladas y torsos abiertos que se mezclaban con el lodo en una pasta indistinguible de vísceras y tierra, donde dedos amputados aún se crispaban en reflejos postreros, y costillas expuestas asomaban como ramas rotas de un bosque caído. Estos asaltos no eran ordenados, sino un torbellino de caos que infectaba las formaciones, obligando a los legionarios a reagruparse con una tenacidad férrea que no admitía flaquezas, sus escudos cerrándose como mandíbulas de acero para triturar a los intrusos que se atrevían a penetrar, aplastando huesos y órganos en prensas humanas donde el peso colectivo de la línea convertía a los atrapados en masas informes de carne aplastada, fluidos escapando en chorros presurizados que salpicaban las filas traseras como una lluvia pegajosa, obligando a los hombres a parpadear para despejar la visión empañada mientras seguían empujando, sus botas hundiéndose en el barro espeso que ocultaba trampas de cuerpos hundidos.
Los mercenarios de los Hijos del Alarido, aquella plaga salvaje y descontrolada que se movía como una enfermedad viva en los flancos de su ejército, infectando cada brecha con su caos impredecible, obligando a sus hombres a responder con una precisión que contrastaba con la anarquía enemiga, formaciones que se reformaban en medio del tumulto para contraatacar, lanzas saliendo en estocadas colectivas que perforaban pechos en explosiones de costillas astilladas, pulmones colapsando en estertores burbujeantes mientras los heridos se ahogaban en su propia sangre, arrastrando a compañeros en caídas que abrían nuevas brechas para más asaltos.
Aquellos hombres no eran soldados en el sentido que él respetaba; carecían de orden y disciplina, de la cadena de mando que unía a sus propias tropas en un todo inexorable, y en su lugar operaban como un enjambre voraz que devoraba todo a su paso, sus ataques no planeados sino instintivos, desgarrando líneas con una salvajería que dejaba pilas de cuerpos mutilados, intestinos derramados en espirales humeantes, obligando a los legionarios a pisotearlos en su avance implacable, el crujido de huesos bajo el peso masivo convirtiéndose en un ritmo subyacente al clamor general, como si la tierra misma estuviera masticando a los caídos.
Eran depredadores natos, bestias vestidas de hombre, moldeadas por guerras en las montañas más ásperas y oscuras del continente, donde la supervivencia se ganaba con dientes y garras, no con estrategia refinada, y eso se reflejaba en cómo se lanzaban a las brechas sin temor al número superior, hachas descendiendo en arcos irregulares que partían hombros en tajos diagonales, exponiendo músculos seccionados que se contraían en espasmos involuntarios antes de que los cuerpos colapsaran en montones donde los de abajo eran sofocados por el peso, sus últimos alientos escapando en silbidos ahogados por gargantas aplastadas.
Su aspecto era tan perturbador como su manera de luchar, un panorama que se extendía por los flancos como una plaga visual: iban cubiertos con yelmos ennegrecidos abiertos para dejar ver sus gorjeras en forma de bocas metálicas esculpidas en formas grotescas, simulando mandíbulas abiertas y dientes afilados como los de bestias mitológicas, muchos llevaban cuernos y colmillos tallados en acero. Sus armaduras eran cotas de malla parchadas con cuero endurecido encima de placas cosidas a pieles curtidas, manchadas con capas acumuladas de sangre seca que formaban patrones abstractos de matanzas pasadas, y todos compartían la misma mirada vacía, un abismo en sus ojos inyectados en sangre que no reconocía a los hombres frente a ellos como iguales, sino como piezas de carne viva listas para ser desolladas y devoradas, un instinto que impulsaba sus cargas a través de nubes de flechas que silbaban desde las alturas, perforando cuellos en chorros arteriales que pintaban el aire en nieblas rojas efímeras.
Sus armas eran extensiones directas de su brutalidad salvaje: hachas con filos dentados que se clavaban en carne y la arrancaban en tiras irregulares, dejando heridas que exponían tendones antes de que la hemorragia las ocultara; martillos de cabeza maciza con púas que reventaban yelmos en explosiones de metal doblado y cráneos pulverizados, fragmentos de hueso incrustándose en rostros cercanos; algunos empuñaban alabardas toscas, con hojas irregulares que revanaban abdómenes en tajos horizontales, derramando bucles de entrañas que se enredaban en piernas en movimiento, causando tropiezos que terminaban en pisoteos colectivos donde cuerpos enteros eran reducidos a pulpa bajo el avance incesante. Sus estandartes eran jirones de piel curtida, teñidos de un rojo oscuro que evocaba sangre coagulada, su símbolo cráneos ornamentados con cuernos retorcidos, flameando como advertencias vivas en medio del desorden, atrayendo más de sus camaradas a las brechas donde el combate se volvía un remolino indistinto de miembros entrechocando y fluidos salpicando.
Una y otra vez, se abalanzaban contra los flancos de las formaciones zusianas con la furia de animales hambrientos, cayendo sobre las líneas laterales como una tormenta de caos que distorsionaba el flujo de la batalla, despedazando hombres aislados en ráfagas que convertían secciones del desfiladero en remolinos de miembros voladores y torsos abiertos, fluidos vitales mezclándose en charcos que reflejaban el cielo gris como espejos rotos, obligando a las tropas a vadearlos como ríos de muerte viscosa.
Luego, retrocedían en tropel antes de que el contraataque cerrara el hueco, riendo con carcajadas dementes que se perdían en el estruendo del combate, pero las formaciones de Olegar respondían como un muro de carne y acero disciplinado, devolviendo cada embestida con golpes calculados y precisos que se sincronizaban en oleadas masivas, mandando cabezas a volar en arcos colectivos rebotando contra rocas salpicadas de vísceras; reventando cráneos como huevos en impactos sincronizados en salpicaduras que se pegaban a armaduras cercanas; cercenando miembros en barridos masivos que dejaban el suelo alfombrado de apéndices temblorosos, dedos crispándose en vanos intentos de aferrarse a la vida mientras el resto del cuerpo se desangraba en charcos expansivos.
Sumandole que el cielo era permanentemente negro por la cantidad de flechas y virotes de los arqueros de ambos lados era un escenario aterrador, un velo de proyectiles que silbaban como enjambres de insectos mortales, clavándose en masas de carne con impactos que perforaban ojos o atravesaban gargantas en gorgoteos ahogados, cuerpos colapsando en cadenas donde uno caído arrastraba a otros.
Olegar gruñó, un sonido gutural que vibró en su pecho como un trueno lejano, mientras un grupo de caballería pesada thaekiana intentaba cargar directamente contra su posición central, sus monturas galopando a través de un valle angosto donde el terreno se estrechaba en un embudo natural, cascos chapoteando en un lodazal de sangre y barro que ocultaba trampas de púas improvisadas. Sus guardias, los Colmillos de Hierro, reaccionaron en un instante coordinado, sus alabardas descendiendo en un muro de hojas curvas que interceptaron la carga, mandando torsos a volar en segundos en arcos sangrientos que salpicaron las rocas circundantes, pechos abiertos en tajos que exponían corazones latiendo expuestos antes de detenerse en contracciones finales, mientras caballos relinchaban al ser eviscerados, sus vientres rasgados derramando intestinos humeantes que se enredaban en las patas traseras, causando caídas en cadena donde jinetes eran aplastados bajo el peso de sus propias bestias, yelmos colapsando en impactos que reducían cabezas a masas planas de hueso triturado y cerebro licuado.
Ignoro el patetico intento de valentia, tenía que pensar en algo; no podía seguir en ese estancamiento que devoraba vidas como un fuego inextinguible, donde cada hora traía más pilas de cadáveres que formaban barreras improvisadas, cuerpos apilados tan altos que obligaban a las tropas a escalarlos, sus manos resbalando en superficies cubiertas de fluidos coagulantes, mientras los arqueros y ballesteros aprovechan para lanzar sus proyectiles a las espaldas descuidadas de soldados.
En un flanco oriental, donde el desfiladero se bifurcaba en valles secundarios como venas ramificadas, Dragomir lideraba una contraofensiva para sellar una brecha que los batallones de plata habían abierto con una carga suicida, sus hombres avanzando en una formacion compacta que absorbía el impacto inicial, escudos chocando en un estruendo que reverberaba por las paredes rocosas, mientras sus alabardas descendían en arcos colectivos que separaban hombros en implosiones de hueso astillado, músculos desgarrados colgando como trapos rasgados antes de que los heridos fueran pisoteados en el empuje, sus gritos ahogados por el clamor de miles empujando al unísono.
Los thaekianos, desde sus posiciones en las laderas, respondían con una red de infanteria media con sus espontones que salían como púas de un erizo gigante, perforando piernas en estocadas que rompían huesos en ángulos grotescos, obligando a los legionarios a cojear adelante, usando sus escudos como muletas mientras contraatacaban, hachas partiendo rodillas enemigas en tajos que derramaban sangre en cascadas que convertían el suelo en un río resbaladizo, donde caídas terminaban en remates rápidos, botas aplastando tráqueas en crujidos cartilaginosos que silenciaban alaridos a mitad.
Más al norte, Vasyl maniobraba un contingente flanqueado por precipicios donde el viento aullaba como almas en pena, sus tropas avanzando como un torbellino de sangre contra la posision de los thaekianos, quienes se habian atrincherado en una meseta natural. Sus alabardas cayeron en arcos precisos que enviaban cabezas rodando por la pendiente, rebotando contra piedras en un traqueteo macabro, mientras los thaekianos giraban sus escudos largos formando una pared improvisada que intento absorber el asalto inicial, pero los legionarios no fueron contenidos, atravesando el muro con violentos tajos que descuartizaban miembros y rompian escudos, sus cuerpos convirtiéndose en escalones para el avance, costillas crujiendo bajo pezuñas que no se detenían.
En el centro del desfiladero principal, donde el grueso de las fuerzas chocaba en un frente que se extendía por kilómetros como una herida abierta en la tierra, la infantería pesada de ambos bandos se fundía en un muro vivo de metal y carne, escudos de torre zusianos empujando contra escudos largos thaekianos en un pulso constante que hacía vibrar el suelo, impactos reverberando como tambores de guerra mientras alabardas y hachas se entrecruzaban en un enjambre de acero, tajos abriendo pechos en surcos profundos. Brechas se abrían y cerraban como bocas hambrientas, mercenarios irrumpiendo para masacrar los flancos expuestos, sus martillos reventando caderas en explosiones de hueso pulverizado que enviaban fragmentos incrustándose en muslos cercanos, mientras los legionarios respondían con partesanas y alabardas que perforaban abdómenes en estocadas brutales. El aire mismo parecía cargado, un zumbido constante de virotes cruzando el cielo en nubes densas que oscurecían el sol intermitente, perforando formaciones en patrones aleatorios. En otro sector, un batallón de plata thaekiano reformaba su línea bajo una lluvia de flechas, sus escudos alzados formando un techo improvisado donde proyectiles rebotaban o se clavaban, adaptándose para contraatacar con hachas que descendían en violentas cortinas antes de que los heridos fueran arrastrados atrás por camaradas, solo para ser reemplazados por filas frescas que absorbían el empuje.
Olegar sabía que el estancamiento no podía durar; señales de humo se elevaban desde posiciones thaekianas distantes, indicando refuerzos que serpenteaban por senderos montañosos, mientras sus propios exploradores reportaban movimientos en las alturas, donde artillería enemiga —catapultas improvisadas con troncos y cuerdas— comenzaba a lanzar rocas que rodaban ladera abajo, aplastando secciones de líneas en avalanchas de piedra y carne. Tenía que idear un giro, quizás una finta en el centro para atraer reservas enemigas, permitiendo que Vasyl flanqueara desde el norte con una carga, o que Dragomir rompiera un valle secundario con una embestida masiva, pero por ahora, el caos reinaba, donde millones se fundían en un organismo de muerte colectiva, cada choque convirtiéndose en un laberinto de sangre donde el avance se medía en montones de caídos, no en metros ganados.
Gustav observaba el flujo del combate desde su posición elevada en una cresta erosionada por el viento, un saliente rocoso que dominaba el desfiladero principal de Dravken, donde las montañas de Karador se cerraban como fauces irregulares, canalizando el caos en un embudo de muerte que se extendía por leguas. El desfiladero entero palpitaba con el ritmo de la carnicería, un pulso irregular de choques metálicos que reverberaban contra las paredes de piedra, mezclado con el rugido distante de avalanchas menores provocadas por el peso de miles de botas pisoteando el terreno inestable, rocas desprendidas rodando ladera abajo para aplastar secciones de líneas en impactos que convertían grupos enteros en manchas planas de armadura abollada y carne licuada, extremidades protruyendo de los escombros en ángulos grotescos como ramas rotas de un árbol caído.
El aire estaba cargado de un hedor espeso a hierro caliente y entrañas expuestas, un vapor que se elevaba de los charcos expansivos donde la sangre se mezclaba con el barro, formando una costra pegajosa que hacía resbalar a los combatientes en cada paso, obligándolos a clavarse mutuamente en caídas que terminaban con gargantas perforadas por fragmentos de hueso astillado o dagas improvisadas hundidas en ojos que reventaban como frutos maduros bajo la presión.
Veyn, su intérprete leal, un hombre delgado de facciones afiladas y ojos que captaban cada gesto sutil, llegó a su lado con pasos medidos, inclinó ligeramente la cabeza en una reverencia mínima, su voz un susurro ronco que cortaba el clamor sin elevarse por encima de él.
—Mi señor, ya está listo. Los exploradores confirmaron que los preparativos el paso al este, estan completos hasta se cierra en la garganta de Vrakor. Las formaciones están en posición para guiar la retirada sin que parezca una huida desordenada.
Gustav asintió una sola vez, su mirada fija en el horizonte donde las líneas zusianas empujaban con renovada ferocidad, sus legionarios avanzando en bloques compactos que absorbían impactos como muros vivientes, escudos de torre chocando en un estruendo que hacía temblar el suelo, mientras sus alabardas descendían en barridos colectivos que abrían pechos en surcos profundos, costillas expuestas curvándose hacia afuera como pétalos de una flor macabra antes de que los heridos colapsaran, pisoteados por el empuje masivo que convertía sus cuerpos en una alfombra resbaladiza de órganos aplastados y huesos triturados.
Levantó la mano enguntada con un gesto seco, y las trompetas de retirada thaekianas en el centro resonaron en un lamento prolongado que se propagó por el desfiladero, rebotando en las paredes como un eco de derrota calculada. Primero, una línea defensiva se mantuvo firme, la infanteria pesada formo una barrera que absorbío el asalto inicial de los zusianos, hachas descendiendo en contragolpes que partían rodillas en tajos que derramaban sangre en cascadas calientes, huesos rompiéndose en crujidos audibles que se perdían en el clamor, obligando a los atacantes a cojear adelante solo para ser rematados por espontones que perforaban cuellos en chorros que salpicaban rostros cercanos, cegando momentáneamente a compañeros que seguían empujando con una determinación que ignoraba el dolor.
Luego, las demás trompas del centro se unieron al coro, señalando la retirada ordenada, batallones de plata thaekianos replegándose en formaciones fluidas que se adaptaban al terreno irregular, retrocediendo hacia el este donde el desfiladero se estrechaba en la garganta de Vrakor, un pasaje angosto flanqueado por paredes verticales de roca negra y afilada, salpicadas de vetas de mineral que brillaban tenuemente bajo el cielo encapotado. No era una huida caótica, sino un movimiento táctico disfrazado de debilidad, con líneas traseras cubriendo la retaguardia mientras las delanteras se deslizaban por senderos laterales que convergían en el cuello de botella natural, un embudo donde el terreno se comprimía en un ancho de apenas cincuenta metros, perfecto para canalizar a un enemigo ansioso por perseguir.
Los zusianos, oliendo la victoria, aprovecharon el momento para intensificar su ofensiva, sus legionarios cargando en oleadas que rompían contra la retaguardia thaekiana, alabardas trazando arcos que reventaban yelmos en explosiones de metal doblado y cráneos pulverizados, fragmentos de hueso incrustándose en mejillas expuestas, pero los thaekianos respondían con una resiliencia que absorbía el empuje, sus escudos largos pivotando para bloquear y contraatacar, hachas cortando tendones en tajos rápidos que hacían colapsar piernas en ángulos imposibles, víctimas gateando en vano antes de ser aplastadas bajo el avance enemigo que no se detenía.
Los Hijos del Alarido fueron los primeros en romper filas y correr hacia la garganta, su retirada un torbellino desordenado que contrastaba con la disciplina thaekiana, mercenarios aullando mientras se escabullían por los bordes del pasaje, dejando tras de sí un rastro de equipo abandonado y cuerpos de rezagados que los zusianos despachaban con tajos brutales, cabezas rodando por el suelo en traqueteos irregulares antes de detenerse en charcos donde la sangre se coagulaba en grumos pegajosos.
Gustav miró al capitán de la compañía mercenaria, Kharlak Rompegargantas, que se erguía como una torre de músculo y hueso a su lado, una presencia brutal y casi antinatural que eclipsaba incluso a sus propios hombres. La piel tersa, tensa sobre un físico descomunal pero concentrado, medía 2.45 metros, apenas quince centímetros menos que el propio Gustav, quien lo superaba en estatura con sus 2.60 metros de altura imponente. El rostro de Kharlak era lo que lo convertía en una visión aterradora: sus facciones parecían fusionadas con el cráneo subyacente, la piel adherida tan delgada al hueso que la estructura ósea se marcaba de manera grotesca, como si llevara una máscara de calavera viva. Las cuencas de los ojos, oscuras y hundidas, contenían una mirada dura, fría y encendida de furia contenida, labios finos dejando ver los dientes en un rictus que recordaba a una mueca perpetua de sadismo. El cabello, largo, negro y salvaje, caía húmedo y por los costados, con un grueso mechón recogido en una trenza guerrera que descansaba sobre su pecho, un detalle que, lejos de suavizar su aspecto, acentuaba su carácter salvaje, como si cada hebra estuviera teñida con la sangre de enemigos pasados.
Era un hombre sádico, violento y aún más loco que sus hombres, un depredador que disfrutaba del caos con una sonrisa torcida que revelaba dientes afilados como cuchillas, su arma una enorme maza llena de pinchos de dos manos que colgaba de su hombro como una extensión natural de su brazo, manchada con capas secas de vísceras que formaban costras irregulares. No confiaba mucho en él —Kharlak era volátil, impulsado por un hambre de destrucción que lo hacía impredecible—, pero era útil, un ariete viviente que rompía líneas con swings que aplastaban torsos en implosiones de costillas colapsadas, pulmones expulsados en vómitos sangrientos que salpicaban a sus propios aliados. Gustav comenzó a mover las manos en una serie de gestos precisos, un lenguaje silencioso que Veyn interpretaba con fluidez, sus dedos trazando patrones que transmitían órdenes complejas sin una palabra.
Veyn asintió, su expresión impasible mientras se acercaba a Kharlak.
—El general Gustav ordena que vayas a comandar a tus hombres —dijo Veyn, su tono neutro pero firme, sin elevar la voz por encima del estruendo de la batalla que se intensificaba a su alrededor—. Sigue el plan: guía la retirada por la garganta de Vrakor, pero mantén a tus mejores en las alturas para cerrar el paso una vez que los zusianos entren. No dejes que parezca una trampa; haz que parezca que estás huyendo en pánico, atrae su vanguardia en el embudo antes de contraatacar.
Kharlak gruñó, un sonido gutural que vibró en su pecho como el ronroneo de una bestia, sus ojos hundidos brillando con un deleite malicioso mientras giraba la maza en su mano, los pinchos silbando en el aire antes de descansar sobre su hombro.
—Bien, pero si esto sale mal, me cobraré en carne thaekiana tanto como en zusiana —replicó con una risa ronca que revelaba su locura, saliva acumulándose en las comisuras de su boca como si ya saboreara la matanza inminente—. Mis chicos están ansiosos; han estado masticando huesos secos demasiado tiempo. Diles a tus trompeteros que toquen más fuerte, que suenen como si estuviéramos rompiéndonos.
Veyn no respondió, solo inclinó la cabeza y se apartó, mientras Kharlak ladraba órdenes a sus lugartenientes, su voz un rugido que cortaba el aire, enviando a los Hijos del Alarido en una estampida aparente hacia la garganta, mercenarios tropezando intencionalmente para simular desorden, dejando caer sus armas como cebo que tentaba a los zusianos a perseguir más rápido.
Gustav observó cómo la maniobra se desarrollaba, sus batallones de plata empezaron a retroceder en bloques ordenados, arqueros y ballesteros cubriendo los flancos con andanadas de proyectiles que silbaban desde posiciones elevadas, perforando por las aberturas en sonidos secos, obligando a los legionarios a tambalearse pero no detenerse, sus formaciones empujando con una disciplina que absorbía las bajas, reemplazando caídos con filas frescas que pisoteaban los cuerpos sin pausa, botas hundiendo cráneos en masas planas de hueso triturado y cerebro esparcido.
La retaguardia thaekiana mantenia su resistía contra las cargas zusianas, los escudos largos entrelazados formando una pared que vibraba con cada impacto, hachas descendiendo en cortinas que partían brazos en amputaciones diagonales, tocones sangrando en chorros pulsantes que empapaban el terreno, pero los legionarios respondían clavando alabardas en brechas efímeras, perforando abdómenes en estocadas que derramaban viseras, hombres tosiendo bilis mientras seguían luchando, uno de ellos abrazando a un thaekiano en un último acto, hundiendo su daga en la cota de malla enemiga y girándola hasta que el órgano se laceraba en hemorragias internas, ambos colapsando en un charco donde sus sangres se mezclaban en un remolino rojo.
Más atras, en la entrada de la garganta de Vrakor, los soldados thaekinaos y los mercenarios se apelotonaban en el pasaje angosto, los aullidos de estos ultimos ecoando contra las paredes verticales que se elevaban como murallas naturales, rocas sueltas desprendidas por el pisoteo cayendo en cascadas que aplastaban piernas en impactos que rompían tibias en múltiples fracturas, huesos astillados protruyendo a través de la piel en picos blancos manchados de tierra y sangre.
Olegar, desde el otro lado del desfiladero, vio la oportunidad y ordenó el avance total, sus legionarios cargando en una avalancha de acero que llenaba el aire con el estruendo de miles de botas, alabardas descendiendo en oleadas que reventaban escudos thaekianos en astillas que se clavaban en gargantas expuestas, cortando tráqueas en gorgoteos ahogados que se perdían en el rugido colectivo. Pero Gustav, con su quietud espectral, sabía que el embudo los atraería profundo, donde las alturas thaekianas —ocultas por salientes rocosos— esperarían para soltar una lluvia de rocas y virotes que cerrarían el paso trasero, convirtiendo la persecución en una trampa donde los zusianos se apelotonarían en un matadero comprimido, listos para ser machacados desde arriba y los lados. Veyn se acercó de nuevo, su voz un hilo en el caos.
—Mi señor, los mercenarios están en posición. Kharlak pregunta si debe soltar a sus perros ahora o esperar a que entren más profundo.
Gustav gesticuló rápidamente, sus ojos verdes fijos en el flujo de la retirada, mientras una sección de su retaguardia colapsaba bajo una embestida zusiana, legionarios irrumpiendo para arrancar piernas en barridos que dejaban tocones cojeando en círculos, sangre salpicando como fuentes antes de que la infnateria medie tratara de reforzar y reformar la brecha, sus espontones contraatacando para perforar las juntas en impactos que debajan heridas imposibles de cerrar. Veyn interpretó y gritó la orden a un mensajero cercano.
—Espera. Deja que muerdan el anzuelo un poco más. Que Kharlak mantenga el pánico falso.
El mensajero galopó hacia la garganta, sorteando un grupo de mercenarios que fingían pánico, uno de ellos tropezando intencionalmente para que un legionario lo alcanzara, solo para girar y clavar su maza en la cadera del perseguidor, rompiendo la pelvis en una implosión que envió fragmentos de hueso incrustándose en el muslo, el zusiano aullando antes de contraatacar con un tajo que abrió el cuello del mercenario en un abanico de sangre que cegó a compañeros cercanos. El desfiladero se estrechaba, el aire comprimido por el peso de las montañas, y el pulso de la batalla aceleraba, un caos palpable donde cada retroceso thaekiano prometía más muerte, el terreno convirtiéndose en un laberinto de trampas naturales donde rocas rodantes y brechas ocultas devoraban vidas en oleadas impredecibles, los hombres de ambos bandos empujando con una intensidad que hacía palpitar el corazón en los oídos, el sudor mezclándose con sangre en rostros tensos, cada choque un recordatorio fugaz de la fragilidad en medio del torbellino.
Kharlak, ya en la garganta, ladraba a sus hombres con una risa maníaca, su maza girando en un arco de práctica que salpicaba gotas de sangre seca. Mientras sus lugartenientes asintieron con gestos breves y decididos, dispersándose por las sombras de la garganta de Vrakor con la agilidad de depredadores acostumbrados al terreno traicionero. Escalaban salientes discretos, grietas en las paredes de roca negra que se elevaban como murallas irregulares, salpicadas de vetas cristalinas que reflejaban la luz mortecina del cielo encapotado en destellos fríos y ominosos, posiciones elevadas donde se agazapaban listos para asaltar, sus respiraciones controladas sincronizándose con el pulso acelerado de la emboscada inminente.
Mientras tanto, la vanguardia zusiana entraba en el pasaje angosto, sus formaciones comprimiéndose en el cuello de botella como un río de acero forzado a través de un embudo, miles de legionarios empujando hombro con hombro en bloques compactos que vibraban con cada paso, el suelo temblando bajo el peso colectivo de botas acorazadas que chapoteaban en un lodazal de sangre coagulada y barro viscoso, ocultando trampas naturales de rocas sueltas que se desprendían en cascadas menores, aplastando tobillos en crujidos secos que hacían eco por las paredes como advertencias ignoradas.
Alabardas y hachas de peto chocaban contra mercenarios y soldados rezagados en tajos furiosos que partían espinas dorsales en crujidos reverberantes, vértebras astillándose en fragmentos irregulares que perforaban músculos y nervios en explosiones internas de agonía, víctimas colapsando en pilas desordenadas que obstruían el avance, cuerpos apilados en montones donde extremidades se entrelazaban en nudos grotescos, obligando a los legionarios a pisotearlos sin pausa, botas hundiendo abdómenes en explosiones de vísceras que se filtraban por las grietas del suelo como una pasta humeante de órganos pulverizados y fluidos biliosos, el hedor ácido elevándose en vapores que quemaban las fosas nasales y hacían lagrimear ojos ya enrojecidos por el polvo y el sudor.
Un mercenario, con el torso abierto en un surco diagonal que exponía costillas curvadas hacia afuera como garras blancas, se aferraba a la pierna de un legionario en un último acto de defiance, clavando sus dientes en el muslo expuesto hasta romper tendones en un chorro de sangre caliente que salpicaba el rostro de compañeros cercanos, pero el zusiano respondía pisoteando su cráneo en una implosión que esparcío sesos en un abanico pegajoso, fragmentos incrustándose en armaduras mientras el avance continuaba, inexorable, el aire cargado con el rugido colectivo de miles gritando órdenes y maldiciones que se fundían en un coro nihilista de destrucción.
Gustav, descendiendo ahora hacia la retaguardia, los pasos medidos de su caballo que hacían crujir la grava bajo sus pezuñas enormes, pudo sentir el terreno temblar bajo el peso colectivo de millones avanzando, un pulso sísmico que vibraba a través de sus huesos como el latido de una bestia despertando, su martillo listo en la mano derecha, el mango grueso envuelto en cuero manchado de sangre seca que se adhería a su palma como una segunda piel. Sabía que el momento de voltear la marea se acercaba, el desfiladero entero un escenario de carnicería donde la retirada se transformaba sutilmente en una emboscada letal, el aire cargado con el zumbido de virotes inminentes y el rugido de miles listos para el giro brutal, un hedor a sudor rancio y metal oxidado impregnando cada inhalación, mientras nubes de polvo se elevaban de las pisadas masivas, oscureciendo la visión en un velo que hacía que cada sombra pareciera un enemigo acechante.
Levantó el martillo con un gesto amplio, el arma silbando en el aire como una promesa de aniquilación, y los estandartes thaekianos se movieron en respuesta, flameando en patrones codificados que transmitían órdenes a través del caos, los portaestandartes girando las telas negras con dragones plateados para que los batallones reformaran, dejando de correr recto hacia el fondo de la garganta y desviándose a los lados con una precisión fluida, escudos largos pivotando para cubrir flancos mientras los soldados se pegaban a las paredes rocosas, escalando repisas bajas o apretándose en nichos naturales que los ocultaban del empuje central, creando un vacío repentino en el centro del pasaje donde solo el eco de sus pasos retrocediendo resonaba como una invitación siniestra.
Detrás de él, Gustav escuchó gruñidos profundos y el galope irregular de caballos, un sonido que cortaba el clamor como un trueno lejano, y volteó para comprobar, confirmando que sus mejores jinetes ligeros, los más rápidos y astutos, habían cumplido la orden dada en secreto dias antes. Habían sido enviados a atraer algunas bestias de las alturas, explorando nidos ocultos en las crestas superiores donde, hacia unos días, habían descubierto colonias enteras de Devorapiedras, como se les conocía, o Gorraks en el dialecto antiguo de las tribus montañesas. Eran criaturas colosales, similares a osos gigantes pero con piel cristalizada por el consumo de minerales crudos que devoraban de las vetas rocosas, formando una armadura natural de escamas duras como diamante que relucían bajo la luz mortecina, midiendo hasta cinco metros de altura cuando se erguían en patas traseras, con garras más fuertes que el acero forjado, capaces de rasgar placas de armadura como si fueran pergamino húmedo. Aunque su dieta principal era inorgánica —masticando rocas ricas en cuarzo y hierro para fortalecer sus huesos y pelaje—, eran violentos territoriales, perturbados fácilmente por intrusiones, y una vez enfurecidos, cargaban con una furia primordial que no distinguía entre presas, arrasando todo en su camino en estampidas que podían desencadenar avalanchas menores.
Ahora, una enorme avalancha de estas bestias se aproximaba hacia ellos, atraídas por los jinetes que habían agitado sus nidos con antorchas y cuernos de guerra, pinchando huevos cristalizados para incitar la ira materna, los Gorraks descendiendo por las laderas en una masa rugiente de pelaje endurecido y colmillos expuestos, sus gruñidos reverberando como terremotos que hacían caer rocas sueltas en cascadas preliminares, aplastando a los rezagados que no se apartaron a tiempo, cráneos colapsando bajo boulders en implosiones que esparcían sesos en salpicaduras grises contra las paredes.
Perfecto, pensó Gustav sin una palabra, su expresión impasible mientras observaba cómo sus tropas habían dejado de luchar para ir a las esquinas y repisas, escalando con cuerdas improvisadas o aferrándose a salientes, dejando solo a los zusianos en el centro del embudo, expuestos como ganado en un corral. Los legionarios, al darse cuenta del engaño, no empezaron a retirar de inmediato porque tanto los mercenarios como los thaekianos comenzaron a tirar rocas desde las alturas, rocas del tamaño de torsos humanos rodando ladera abajo en trayectorias impredecibles, impactando contra las filas zusianas en explosiones de hueso y metal, un legionario alcanzado de lleno fue pulverizado en una masa de músculos rasgados y metal torcido, arrastrando a más en su caída, donde fueron aplastados por rocas subsiguientes que reventaban pechos en cavidades colapsadas, costillas perforando pulmones que los hacian expulsar espuma roja por bocas abiertas en gritos ahogados.
Además de eso, una lluvia de flechas y virotes empezó a caer desde las repisas superiores, silbando como enjambres de avispas mortales, perforando yelmos en impactos que atravesaban cráneos de arriba abajo, cerebros lacerados derramándose en gotas grises por las viseras abiertas, o clavándose en cuellos expuestos en chorros que cegaban a los de atrás, obligando a los zusianos a alzar escudos de torre en un techo improvisado que vibraba con cada golpe, astillas volando por dorquier.
Los infantes pesados zusianos formaron en un muro compacto, escudos entrelazados absorbiendo la andanada mientras empujaban adelante, alabardas saliendo en estocadas colectivas que alcanzaban a los imprudentes en los bordes inferiores, perforando abdómenes en tajos que derramaban bucles de entrañas humeantes que se enredaban en las piernas de los atacantes, causando tropiezos que terminaban con cabezas rodando bajo botas que no se detenían. La infantería ligera zusiana, la que estaba cerca y no atrapada en el centro, usó sus arcos cortos para contraatacar a los proyectiles de las alturas, flechas silbando en respuesta para clavarse en las aberturas de las armaduras thaekianas, desgarrando músculos en explosiones de tendones seccionados que hacían caer brazos inertes, colgando como pesos muertos mientras los heridos seguían disparando con la mano restante, virotes thaekianos respondiendo para perforar ojos en reventones de gelatina que salpicaban rostros, cegando a arqueros que seguían tirando a ciegas, sus flechas erráticas impactando en compañeros en accidentes que abrían brechas sangrientas en formaciones propias.
El caos se intensificó cuando los primeros Gorraks irrumpieron en la garganta, sus cuerpos masivos chocando contra la vanguardia zusiana en impactos que reverberaban como truenos, una bestia erguida aplastando a un pelotón entero bajo sus patas delanteras, garras cristalizadas rasgando armaduras en surcos profundos que exponían columnas partidas, huesos astillándose en fragmentos que perforaban órganos adyacentes, mientras el rugido de la criatura ahogaba los gritos de los aplastados, sus pulmones colapsando en estertores burbujeantes bajo el peso colosal.
Otro Gorrak cargó de flanco, su mandíbula abriéndose para morder un caballo de caballería media zusiana, dientes como cristales triturando el cuello equino en una explosión de vértebras rotas y sangre arterial que salpicó como una fuente, el jinete cayendo para ser pisoteado por la estampida subsiguiente, su yelmo colapsando bajo una garra que hundió su cráneo en una masa plana de hueso triturado y cerebro licuado que se filtró por las grietas. Los legionarios, fieles a su disciplina sanguinaria, no retrocedieron en pánico; en cambio, formaron en picas contra las bestias, alabardas, hachas de petos y partesanas saliendo en un erizo de acero que perforaba el pelaje cristalizado en puntos débiles, garras respondiendo en barridos que arrancaban torsos enteros en tajos diagonales, vísceras derramándose en torrentes humeantes que convertían el suelo en un lodazal donde patas se hundían, obligando a más caídas que terminaban con mandíbulas cerrándose sobre piernas, rompiendo huesos en crujidos audibles que mandaban a volar astillas de hueso como graniso.
Desde las alturas, Kharlak observaba con una sonrisa torcida, su maza girando en círculos lentos mientras ladraba órdenes a sus mercenarios, que lanzaban más rocas y virotes en la melée abajo, una roca impactando contra un Gorrak herido que rugía en furia, la piedra rebotando para aplastar a un grupo de legionarios detrás, pechos colapsando en implosiones que expulsaban pulmones pulverizados por bocas abiertas en vómitos sangrientos. Veyn, al lado de Gustav, interpretaba gestos rápidos mientras descendían más profundo en la retaguardia reformada, thaekianos adaptándose para flanquear desde nichos laterales, hachas descendiendo en cortinas sobre zusianos distraídos por las bestias, partiendo codos en tajos que dejaban brazos colgando de tiras de piel rasgada, tocones agitándose en espasmos mientras los heridos contraatacaban con dagas clavadas en gargantas, cortando tráqueas en gorgoteos ahogados que se mezclaban con el rugido de los Gorraks.
Olegar, en el frente opuesto, sintió el cambio en el aire, un escalofrío que corría por su espina mientras ordenaba refuerzos al embudo que se habia vuelto el centro, sus legionarios empujando con una ferocidad que ignoraba las bajas, uno de ellos clavando su alabarda en el ojo de un Gorrak, el globo reventando en un chorro de fluido vitreo que salpicó su rostro, cegándolo momentáneamente mientras la bestia respondía con un barrido que le arrancó el brazo desde el hombro, el tocón sangrando en pulsos que empaparon el suelo antes de que colapsara, arrastrado por compañeros que pisoteaban su cuerpo en el avance implacable.
La garganta se convirtió en un vórtice de violencia pura, donde el peso de las bestias y el bombardeo desde arriba comprimía a los zusianos en un matadero vivo, Gorraks rugiendo mientras masticaban extremidades amputadas que volaban en el caos, sus mandíbulas triturando huesos en crujidos que reverberaban como explosiones, mientras flechas thaekianas perforaban cuellos expuestos en chorros que pintaban las paredes rocosas en patrones abstractos de agonía. Un batallón de plata thaekiano, desde un saliente superior, soltó una andanada de virotes que silbó a través del aire, clavándose en espaldas zusianas en impactos que atravesaban columnas vertebrales, paralizando piernas en fracturas que hacían colapsar cuerpos en pilas donde los de abajo eran sofocados por el peso, sus últimos alientos escapando en silbidos ahogados por gargantas aplastadas bajo botas y garras. Los mercenarios de Kharlak, riendo con carcajadas dementes, lanzaban jabalinas que se clavaban en pechos, perforando corazones en explosiones de sangre que salpicaban como lluvia, obligando a los legionarios a tambalearse mientras contraatacaban con arcos cortos, flechas impactando en rostros mercenarios, desgarrando mejillas en tajos que exponían dientes en muecas grotescas, sangre burbujeando mientras seguían tirando rocas, una de ellas rodando para reventar una rodilla zusiana en una implosión de cartílago y hueso pulverizado que dejó la pierna colgando de tendones rasgados.
Gustav, ahora en el corazón de la retaguardia thaekiana, giró su martillo en un arco preparatorio, su presencia opresiva inspirando a sus hombres a redoblar el asalto desde los lados, batallones fluyendo de nichos ocultos para embestir los flancos expuestos de los zusianos atrapados, hachas descendiendo en oleadas que partían caderas en tajos que exponían pelvis astilladas, huesos asomando en medio de músculo lacerado mientras heridos gateaban hacia atrás, arrastrando entrañas derramadas en surcos viscosos que atraían a Gorraks menores, las bestias menores mordiendo piernas inertes y arrancando trozos de carne y metal en tiras humeantes que colgaban de sus fauces cristalizadas. El pulso de la batalla aceleraba, donde millones se fundían en un organismo de destrucción colectiva, el terreno temblando con el galope de más Gorraks descendiendo, sus rugidos fusionándose con los gritos de los aplastados, el aire espeso con partículas de sangre y polvo que irritaban gargantas, obligando a toses que expulsaban flemas rojas mientras el empuje continuaba, thaekianos cerraban brechas con escudos que absorbían cargas desesperadas de legionarios, estos últimos luchando hasta el fin con dagas clavadas en costados expuestos, perforando riñones arrastrando a sus asesinos en abrazos mortales donde cuerpos convulsionaban juntos en pilas crecientes.
En un nicho lateral, un grupo de infantería ligera thaekiana, lanzó una salva de lanzas que silbó hacia una pelota de caballería media zusiana que intentaba flanquear, perforando cuellos de caballos en chorros que cegaban jinetes, animales relinchando mientras colapsaban en cadenas, aplastando montados bajo toneladas de músculo, yelmos colapsando en impactos que reducían cabezas a masas irreconocibles de hueso y cerebro esparcido. Los zusianos respondieron con una carga desesperada, sus infantes pesados empujando contra las bestias con escudos que vibraban bajo garras que rasgaban metal en surcos profundos, exponiendo carne que se laceraba en tiras colgantes, sangre brotando en velos que empapaban el pelaje de los Gorraks, enfureciéndolos más para barridos que arrancaban cabezas en arcos sangrientos, cráneos rodando por el suelo en traqueteos que se detenían contra pilas de cadáveres.
Veyn, interpretando un gesto de Gustav, gritó una orden a un capitán cercano, enviando refuerzos a un saliente donde mercenarios empezaban a flaquear bajo contraataques de infanteria ligera zusiana, flechas clavándose en pechos en impactos que expulsaban sus partesanas sangrientas, pero los thaekianos pesados llegaban para reforzar, hachas descendiendo en cortinas que partían cotas de malla y cuerpos como si nada.
El desfiladero palpitaba con la intensidad del giro, Gorraks rugiendo mientras cargaban más profundo, sus cuerpos masivos chocando contra muros de escudos zusianos que se doblaban bajo el impacto, costillas colapsando en implosiones que expulsaban órganos por bocas abiertas en vómitos finales, mientras rocas seguían cayendo desde arriba en avalanchas controladas, aplastando secciones enteras en masas planas de armadura y carne fusionadas, extremidades protruyendo en ángulos grotescos como recordatorios de la fragilidad humana en medio del caos de la guerra.
Olegar, sintiendo la trampa cerrarse, rugió órdenes para reformar y contraatacar las alturas, sus legionarios escalando salientes con ganchos improvisados, clavando alabardas en mercenarios que defendían posiciones elevadas, perforando muslos en tajos que derramaban sangre en cascadas que convertían las repisas en ríos resbaladizos, caídas terminando en impactos contra el suelo donde huesos se rompían en múltiples fracturas compuestas, astillas perforando órganos en agonías prolongadas. La batalla se extendía, un tapiz interminable de brutalidad donde cada avance thaekiano costaba ríos de sangre, el aire cargado con el hedor de muerte fresca y el zumbido de proyectiles, miles empujando en un vacío de destrucción que prometía más carnicería sin fin visible, el pulso colectivo acelerando en un frenesí donde la voluntad chocaba contra la furia primordial.
Los otros flancos no estaban mejor que el centro, donde la garganta de Vrakor se había convertido en un embudo de muerte devorando vidas por miles, un cuello de botella natural tallado por siglos de erosión en las montañas escarpadas, con paredes rocosas que se elevaban como murallas indiferentes, ahora salpicadas por regueros de sangre que descendían en riachuelos viscosos y pegajosos, mezclándose con el barro espeso del fondo del valle que se había transformado en una papilla roja y resbaladiza bajo el peso de innumerables botas y cascos.
El aire mismo parecía espesarse con el hedor metálico de la sangre fresca, el dulzor nauseabundo de las entrañas expuestas al sol naciente, el acre olor a sudor rancio y miedo primal que impregnaba cada respiración jadeante y entrecortada, mientras los ecos de gritos agónicos rebotaban contra las rocas como un coro interminable de almas condenadas.
En el flanco izquierdo zusiano, Dragomir estaba siendo superado por una marea incesante de thaekianos y mercenarios que se adaptaban a cada brecha como agua filtrándose por grietas en una represa agrietada y a punto de colapsar, sus formaciones fluidas y resilientes reformándose con una tenacidad que rayaba en lo sobrenatural, escudos largos pivotando en sincronía perfecta para absorber impactos que habrían destrozado líneas menores, sus legionarios tenian los ojos inyectados en sangre por el polvo y la fatiga, brillaban con una determinación fría y calculada.
Su caballería pesada de élite, junto a su guardia personal de veinte mil Colmillos de Hierro intentaban romper los frentes enemigos en cargas que sacudían el valle adyacente, un cañón secundario donde las laderas se cerraban en ángulos traicioneros y mortales, obligando a las formaciones a comprimirse en pasajes angostos donde el eco de los cascos se multiplicaba hasta convertirse en un trueno constante que reverberaba en los pechos de los guerreros como un pulso colectivo de ira desatada, haciendo vibrar el suelo mismo como si la tierra protestara contra la carnicería que se desplegaba sobre ella.
Dragomir cabalgaba al frente, su gigantesca maza de dos manos dibujando enormes arcos que mandaban volar torsos como si fueran hojas secas en una tormenta otoñal furiosa, impactos que reventaban pechos en explosiones de costillas astilladas que salían disparadas como granizo, incrustándose en rostros cercanos y perforando ojos en chorros de gelatina vitreosa que se mezclaban con lágrimas de agonía y terror puro, dejando cuerpos decapitados o masacrados colapsando en pilas desordenadas donde las extremidades aún se crispaban en reflejos nerviosos involuntarios, pisoteados por caballos que hundían cascos herrados en abdómenes abiertos y expuestos, derramando intestinos en espirales humeantes y retorcidas que se enredaban en las patas de los animales, obligándolos a tropezar y caer en avalanchas caóticas de carne fresca, metal abollado y sangre caliente que salpicaba en arcos irregulares, tiñendo el pelaje de las bestias en un rojo profundo que se coagulaba en costras pegajosas bajo el cielo gris.
Mientras tanto, los jinetes pesados de élite thaekianos intentaban detenerlos con ferocidad, sus alabardas chocando contra las de los Colmillos de Hierro y los martillos de guerra de la caballería pesada de élite de las legiones en un estruendo que hacía vibrar el aire como si el cielo mismo se rasgara, élites contra élites en un baile masivo y caótico de acero donde hojas curvas se entrecruzaban en barridos colectivos y sincronizados, donde las enormes cabezas de acero golpeaban los filos enemigos con una precisión letal, partiendo brazos en amputaciones diagonales que dejaban tocones sangrando que empapaban guanteletes y riendas resbaladizas, caballos relinchando al ser rasgados en flancos expuestos y vulnerables, músculos equinos colgando en tiras humeantes y temblorosas que se contraían en espasmos agónicos e incontrolables, venas seccionadas bombeando chorros calientes y pulsátiles que salpicaban el suelo en patrones irregulares y abstractos, convirtiendo el terreno en un lodazal resbaladizo donde los cascos patinaban sobre vísceras aplastadas, causando caídas en cadena que terminaban en montones de cuerpos retorcidos donde los vivos pisoteaban a los moribundos sin piedad, sus gritos ahogados por el clamor del metal chocando y la carne rasgándose.
Un jinete thaekiano, con su yelmo adornado de plumas plateadas que flameaban como banderas de desafío en el viento cargado de polvo y humo, intentó clavar su alabarda en el pecho de un Colmillo con un grito que helaba la sangre, pero este detuvo la hoja con una mano enguantada, ignorando el corte que le abrió la palma en un surco profundo que derramó sangre propia en gotas espesas, para hundir la cabeza de su martillo en el cráneo del thaekiano, dejando una masa viscosa y desagradable donde antes había un rostro humano, el cerebro esparciéndose en grumos gelatinosos que se pegaban a las bardas cercanas como una pasta repugnante, su cuerpo colapsando en un charco donde las sangres de ambos bandos se fusionaban en un remolino viscoso y burbujeante, pisoteados por la carga subsiguiente que no se detenía por nada, cascos reventando cráneos en masas planas de hueso triturado y cerebro esparcido que se adhería a las herraduras como pintura fresca y pegajosa, el hedor a carne quemada por el roce del metal elevándose en volutas nauseabundas que hacía que incluso los veteranos sintieran arcadas en medio del caos, mientras el suelo se convertía en una alfombra viva de cuerpos que se retorcían en agonía, manos crispadas arañando el barro en vanos intentos de escapar del inevitable pisoteo.
Pero el frente, aunque intentando mantenerse con una desesperación nacida de la disciplina inquebrantable de los thaekianos, se rompió con múltiples cargas de infantería pesada zusiana que irrumpían desde valles laterales ocultos por nieblas matutinas que se teñían de rojo con el sol naciente y el polvo levantado, escudos de torre empujando en bloques inexorables y monolíticos que absorbían andanadas de proyectiles thaekianos como esponjas absorbiendo agua, proyectiles volando en rebotes que perforaban hombros en explosiones de carne rasgada y tendones seccionados, obligando a portaestandartes a tambalearse pero no ceder ni un palmo, sus banderas rasgadas y ensangrentadas ondeando como velas en una galerna furiosa, mientras el rodeo de la infantería ligera con sus partesanas y arcos compuestos flanqueaba los bordes expuestos, partesanas saliendo en estocadas colectivas y coordinadas que perforaban cuellos en chorros que pintaban el terreno en patrones abstractos de rojo brillante y escarlata, o flechas silbando a través del aire cargado para incrustarse en juntas expuestas de armaduras, rompiendo rodilleras en crujidos secos y escalofriantes que hacían colapsar piernas en ángulos grotescos e imposibles, huesos protruyendo a través de la piel rasgada en picos manchados de tierra y sangre coagulada mientras heridos gateaban en vano sobre el barro, arrastrando entrañas colgantes que se enredaban en raíces expuestas, solo para ser rematados por hachas que descendían en tajos mortales y precisos que los partían en dos con un chasquido húmedo, los moribundos gorgoteando maldiciones ahogadas en su propia sangre mientras sus ojos se vidriaban en una mirada fija al cielo indiferente.
No podían avanzar con facilidad; los enemigos eran tercos y obstinados, thaekianos reformando líneas con una resiliencia que absorbía cada empuje como un muro vivo de carne y acero, sus batallones de plata manteniendo la cohesión incluso cuando los cuerpos caían en montones desordenados y humeantes, sus formaciones bloqueaban la mayoria de las cargas y contraatacaban en movimientos fluidos, hachas descendiendo en cortinas densas que partían piernas en tajos horizontales brutales, derramando sangre en cascadas torrenciales que convertían el valle en un río resbaladizo y traicionero donde caídas terminaban en pisoteos colectivos y salvajes, botas hundidas en vísceras que se aplastaban en pastas pegajosas y repulsivas, el caos amplificado por los gritos de los moribundos que resonaban en las laderas como un coro infernal y desquiciado, mezclado con el relincho de caballos agonizantes y el clangor constante del acero.
En un momento de respiro efímero y sangriento, Dragomir vio cómo un grupo de mercenarios intentaba un contraflanqueo audaz, escalando rocas escarpadas con garras de hierro para lanzar jabalinas dentadas que se incrustaban en los flancos de los corceles zusianos, puntas barbadas rasgando tendones en chorros de sangre equina caliente que hacía relinchar a las bestias en agonía desgarradora, derrumbándose y arrastrando a sus jinetes a un remolino caótico de extremidades rotas, cráneos aplastados bajo el peso de la carga siguiente, y huesos protruyendo en ángulos grotescos mientras los caídos eran pisoteados en masas informes, sus gritos convirtiéndose en gorgoteos húmedos cuando pulmones colapsados expulsaban aire sanguinolento.
Mientras tanto, Vasyl estaba en las mismas en el flanco derecho, donde un barranco profundo se ramificaba en senderos traicioneros flanqueados por acantilados escarpados y cortantes, el suelo un lodazal perpetuo que atrapaba botas hasta los tobillos y hacía resbalar formaciones enteras en avalanchas de hombres y metal, el agua de lluvias recientes mezclada con sangre fresca formando charcos traidores que ocultaban huesos astillados, armas caídas y cuerpos sumergidos que flotaban como troncos en un río de muerte.
Había roto su lado inicial con una maniobra precisa y calculada, sus Colmillos de Hierro cabalgando en una tormenta de sangre y furia desatada, Vasyl liderándolos como un demonio encarnado, su alabarda cortando todo lo que estaba enfrente en un verdadero baño de sangre donde las alabardas descendían en arcos precisos y mortales que arrancaban cabezas en surcos profundos y burbujeantes, tráqueas seccionadas expulsando sangre en gorgoteos ahogados mientras cabezas rebotando contra rocas salpicadas de vísceras frescas y humeantes, torsos partidos a la mitad como si nada, como si sus armaduras fueran de papel endeble, costillas expuestas curvándose hacia afuera en arcos irregulares y grotescos, pulmones perforados exhalando aire en silbidos sanguinolentos y entrecortados que se mezclaban con los gritos de dolor puro.
Pero los enemigos, en lugar de enfocarse en él y sus élites montadas con una táctica obvia, los habían separado del grueso de sus hombres con un contra rodeo ingenioso y letal, los hijos del alarido irrumpiendo desde cuevas laterales ocultas por enredaderas densas y sombras profundas, para cortar las columnas de soldados en segmentos aislados, sus hachas dentadas y sus martillos pesados arrancando extremidades en tajos irregulares y salvajes que dejaban muñones sangrantes goteando en pulsos erráticos y calientes, mientras thaekianos desde alturas ventajosas lanzaban virotes y flechas en andanadas densas que obligaban a los legionarios a dispersarse en grupos aislados y vulnerables que luchaban espalda con espalda en círculos defensivos improvisados, escudos chocando en formaciones desesperadas donde las hojas enemigas se incrustaban en gargantas expuestas con un chasquido húmedo, cortando tendones en chorros que salpicaban rostros enmascarados y cegados, ojos cegados por sangre coagulada parpadeando en pánico ciego antes de ser apagados por estocadas finales que perforaban cráneos en explosiones de hueso y cerebro.
Los tres hermanos sabían la situación de los otros, señales de humo elevándose en columnas torcidas y erráticas que se disipaban en el viento cargado de humo, cuernos distantes transmitiendo el estancamiento en códigos que solo ellos sabian, resonando en sus pechos como advertencias guturales y primordiales, un lenguaje de guerra que hablaba de pérdidas masivas, de pilas de cadáveres que obstruían los pasajes y de urgencia implacable que quemaba en las venas como veneno. Ninguno estaba en una buena situación: Dragomir detenido en un valle que se convertía en un matadero resbaladizo y caótico donde el barro rojo tragaba cuerpos enteros, Vasyl lidiando en un paso estrecho donde sus tropas estaban siendo masacradas en emboscadas que convertían el barranco en un laberinto de muerte y desesperación, y Olegar aislado en el centro por bestias colosales y formaciones enemigas que absorbian cada asalto como si el dolor mismo les diera fuerza
No había tácticas elaboradas, formaciones perfectas o maniobras astutas que los sacaran de esa situación; el terreno traicionero, con sus acantilados cortantes y lodazales traidores, y la resiliencia thaekiana habían nivelado el campo de batalla, convirtiendo la contienda en un caos donde la fuerza bruta y la disciplina sanguinaria de los zusianos chocaban contra la adaptabilidad fría y la tenacidad resiliente de los thaekianos, un choque de voluntades que devoraba vidas por miles en un ciclo de violencia sin fin.
Tendrían que hacer lo que siempre hacían en esos casos de desesperación absoluta: avanzar con todo, como una marea de hierro inexorable y destructiva, rompiendo cualquier obstáculo con una brutalidad que ignoraba el costo en carne y sangre, para converger en Gustav y acabar con el Martillo Silente en un golpe decisivo que pudiera voltear el curso de la carnicería interminable, un acto que había salvado campañas enteras en el pasado sangriento de Zusia, pero que ahora exigía un tributo en vidas que hacía palidecer incluso a los veteranos más endurecidos, sus almas marcadas por cicatrices invisibles de batallas pasadas.
Olegar, quien estaba en el desfiladero en el centro, tenía que llegar como fuera, su posición central permitiéndole coordinar el empuje masivo con señales de cuerno que resonaban como lamentos de bestias primordiales, así que lo harían, los tres hermanos cabalgando al frente de sus contingentes restantes y diezmados, un triángulo de furia desatada que se lanzaba a través del caos como flechas humanas, volviéndose una marea imparable de muerte y destrucción, torsos mutilados, manos amputadas, trozos de humanos destrozados y armaduras abolladas saliendo volando mientras avanzaban con todo sin importar el coste en vidas propias o ajenas, las flechas rebotando en las bardas y armaduras con chispas volando por doquier por el acero contra acero en un frenesí cegador, todo era cortado, rasgado y pulverizado en un torbellino que quemaba en las venas como fuego líquido, haciendo que cada golpe se sintiera como una extensión del odio acumulado a lo largo de generaciones de guerra.
El avance de Dragomir desde su flanco izquierdo empezó a atravesar el valle inundado por charcos de sangre que chapoteaban bajo cascos con un sonido húmedo y repulsivo, su maza girando en arcos amplios y devastadores que barrían secciones enteras de thaekianos que intentaban detenerlos con una valentia admirable pero fútil, impactos que pulverizaban humanos en explosiones de metal retorcido y hueso triturado, cráneos estallando en fragmentos afilados que se incrustaban en carne cercana como metralla natural y cruel, era una tormenta imparable de muerte y caos, mientras sus Colmillos cargaban detrás en una ola de acero y furia, alabardas descendiendo en oleadas coordinadas que mandaban a volar torsos y cabezas en implosiones violentas que expulsaban pulmones en vómitos espumosos y sanguinolentos, dejando cuerpos colgando de sus armas como marionetas rotas y deshilachadas antes de ser descartados en pilas que obstruían senderos estrechos, no importaba cuántos jinetes, infantes o mercenarios intentaran detenerlo, todo era asesinado en un baño de sangre mientras daba la vuelta y subía a terreno más alto que daba al centro donde estaba el desfiladero, el suelo temblando bajo el peso colectivo de la carga que aplastaba todo a su paso.
En una carga particularmente brutal y gráfica, Dragomir aplastó a un oficial thaekiano que lideraba una contraofensiva desesperada, su maza descendiendo sobre el yelmo en un golpe que comprimió el cráneo en una pulpa irreconocible y viscosa, sesos saliendo por las rendijas en chorros grumosos que se mezclaban con fragmentos de hueso astillado, el cuerpo convulsionando en el suelo como una serpiente decapitada mientras sus subordinados, horrorizados pero diciplinados hasta el final, reformaban la línea solo para ser arrollados por la caballería zusiana, cascos hundiendo costillas en crujidos secos y escalofriantes, pulmones colapsando en exhalaciones sanguinolentas que salpicaban el aire en nieblas rojas, extremidades aplastadas en pastas pegajosas que se adherían a las bardas como recordatorios macabros.
Vasyl, desde el derecho, maniobró con precisión letal y fría, su contingente atravesando como un cuchillo caliente en manteca blanda, élites thaekianas intentando detener a Vasyl con una formacion en "V" para absorver su carga y masacrarlos, pero cuando Vasyl se ponía serio y necesitaba atravesar alguna formación era aún más feroz que sus otros dos hermanos, literalmente empezo a separar cuerpos como si nada con golpes que partían espinas dorsales en dos, cabezas de caballos siendo separadas junto a los torsos de sus jinetes en tajos diagonales que enviaban sangre equina y humana en chorros mezclados, no importaba cuántas flechas silbaran o cuántos hombres estuvieran enfrente de él, él atravesaría ese infierno para llegar hasta Gustav, literalmente era un torbellino de sangre, cuerpos mutilados y pedazos de carne fresca, huesos astillados y metal retorcido volando por doquier en su avance implacable.
En un pasaje estrecho del barranco, Vasyl cargó contra un muro de escudos thaekianos reforzado con espontones dentadas, su alabarda perforando el centro en una estocada brutal que ensartó a dos soldados a la vez como brochetas humanas, vísceras de uno derramándose sobre el otro en una cascada caliente y fétida de bilis y excrementos liberados, sus gritos ahogados en gorgoteos húmedos mientras él tiraba del arma con un tirón salvaje, arrancando entrañas enredadas en la hoja curva, el hedor a bilis ácida y excrementos elevándose en una nube asfixiante que hacía toser y vomitar a los combatientes cercanos, pero los zusianos, lo ignoraron y siguieron empujando adelante sin pausa, las pesuñas de los caballos pisoteando los caídos en masas informes donde huesos se quebraban bajo el peso colectivo con crujidos constantes, extremidades aplastadas en pastas que se adherían al suelo como pegamento rojo y viscoso, dejando un rastro de destrucción que hacía resbalar a los que venían detrás.
Olegar, en el centro, ordenó que los cañones se movieran para que su infantería pudiera aguantar contra las bestias colosales que cargaban como montañas vivientes, pero en lo que tardaban esos monstruos de bronce en posicionarse sobre ruedas chirriantes y cubiertas de barro, él lideró el empuje principal con una ferocidad que inspiraba a sus legionarios, su alabarda trazando arcos amplios que segaban filas enteras de enemigos en el cuello de botella asfixiante, cabezas volando en arcos sangrientos que aterrizaban rodando por el barro con expresiones congeladas, rebotando contra pilas de cadáveres donde ojos vidriosos miraban al vacío eterno, torsos volando en multitud como si fueran fardos ligeros, sus golpes siendo brutales y poderosos con una fuerza que hacía crujir el aire mismo, mientras sus legionarios avanzaban con todo, con un gran desprecio por sus vidas propias, seguían empujando con ferocidad y locura desatada, un legionario medio zusiano, herido en el rostro con un ojo colgando de su órbita en un hilo de nervio óptico tembloroso, clavaba su espada en el vientre de un thaekiano con un grito gutural, girándola para revolver las entrañas en una papilla sangrienta y humeante que se derramaba en chorros calientes sobre sus botas, el thaekiano respondiendo con un hachazo que le partió el hombro en un tajo profundo, músculo colgando en tiras, pero el zusiano, usó su último aliento para apuñalar la garganta del enemigo en un chorro que los bañó a ambos, ambos cayendo en un charco compartido donde sus sangres se fusionaban en un remolino viscoso, un ejemplo de la brutalidad mutua que definía cada metro cuadrado de la batalla.
En el corazón del desfiladero, un Gorrak enloquesido cargó contra una línea de legionarios zusianos, sus garras hundiendo cuerpos en el barro con crujidos de costillas quebradas, pero los zusianos, disciplinados y fuertes, formaron una falange improvisada, hachas de peto perforando el vientre de la bestia en estocadas colectivas que liberaron entrañas en cascadas humeantes que salpicaron a docenas, la criatura rugiendo en agonía mientras colapsaba, aplastando a varios en su caída, sus vísceras aplastadas bajo su propio peso en una pasta repulsiva que hacía resbalar a los que venían detrás. Olegar, aprovechando el momento, ordenó un avance masivo, sus hombres empujando con escudos que absorbían los proyectiles en rebotes que perforaban carne, un portaestandarte cayendo con una flecha en la garganta, gorgoteando sangre mientras su bandera caía en el barro, pero otro la recogía inmediatamente, la disciplina zusiana asegurando que ningún símbolo cayera sin ser reclamado, incluso mientras hachas thaekianas partían brazos en amputaciones que dejaban muñones pulsantes.
Atravesando el caos interminable, los tres hermanos convergieron en un valle central donde el desfiladero se abría temporalmente en una planicie salpicada de rocas afiladas y pilas de muertos amontonados como barricadas improvisadas, sus monturas galopando a través de un tapiz horrendo de cuerpos desmembrados y mutilados, cascos chapoteando en charcos profundos donde vísceras flotaban como islas grotescas en un mar rojo y coagulado, mientras intentaban detenerlos con andanadas finales para llegar al cuartel general de Gustav, con rabia primitiva atravesaban todo obstáculo, sus pocos hombres que aún estaban con ellos tomando la vanguardia y liberando el camino para ellos en una masacre suicida, una carnicería mientras todo su campo de batalla se volvía un baño de sangre absoluto y nihilista.
En la planicie, un último intento thaekiano de bloqueo vio a un batallón de plata formar un muro, sus hombres gritando desafíos con voces roncas por el polvo, pero los hermanos cargaron como un ariete vivo y destructivo, Dragomir aplastando el frente con su maza en golpes que enviaban ondas de choque a través de las filas enemigas, cuerpos volando enteros con armaduras abolladas y miembros dislocados en ángulos imposibles, extremidades colgando de hilos de tendón rasgado, Vasyl flanqueando con estocadas precisas que perforaban múltiples capas de carne y metal en ensartamientos colectivos, intestinos saliendo en lazos humeantes y retorcidos que se enredaban en las ruedas de carretas abandonadas y volcadas, el hedor a entrañas liberadas elevándose en una nube tóxica, y Olegar cortando el centro en arcos amplios que decapitaran filas enteras con precisión quirúrgica, cabezas rodando como bolas en un juego macabro y sangriento, sus ojos vidriosos reflejando el sol antes de hundirse en el barro, cuellos seccionados burbujeando en chorros que formaban ríos miniatura.
La planicie se convirtió en un matadero abierto, donde mercenarios de los Hijos del Alarido, intentaban un rodeo final desde los flancos, pero los Colmillos de Hierro respondieron con cargas laterales, alabardas partiendo cráneos en masas planas, cerebros esparciéndose en salpicaduras grises que se pegaban a las rocas, mientras infantería ligera zusiana flanqueaba a su vez, partesanas perforando riñones en estocadas traseras que hacían arquear espaldas en agonía, orina y sangre mezclándose en charcos calientes.
Un grupo de hijos del alarido emergió de un hueco en las rocas para emboscar a los hombres de Vasyl, sus aullidos helando el aire mientras hachas dentadas arrancaban piernas en tajos horizontales, femorales seccionados expulsando sangre en chorros pulsátiles que convertían el suelo en un río resbaladizo, pero los zusianos contraatacaron con una ferocidad que ignoraba heridas, un legionario con el brazo colgando de un hilo de piel hundiendo su espada en el pecho de un alaridante, reventando el corazón en una explosión interna que hizo colapsar el cuerpo en convulsiones, llevándose al enemigo consigo en un último abrazo de muerte.
Por fin, bañados en sangre de pies a cabeza, sus armaduras chorreando gotas espesas y coaguladas que se coagulaban en ríos pegajosos por sus placas abolladas y rasgadas, rostros salpicados de trozos de carne y sangre fresca que se secaban en costras irregulares y repulsivas, ojos brillando con una intensidad feral que cortaba el aire como cuchillas afiladas y sedientas, los tres hermanos llegaron al cuartel general de Gustav.
Él esperaba montado en su corcel colosal, una bestia de músculos abultados y venas prominentes, ojos inyectados en rojo por la rabia contenida, su guardia de élite a su lado, formados en una media luna de acero reluciente y determinación inquebrantable, sus yelmos adornados con plumas ensangrentadas reluciendo bajo el sol teñido de humo y polvo, su martillo en la mano, amenazante como una promesa de aniquilación total y brutal.
Los tres hermanos sostenían sus armas con ferocidad primal: Olegar y Vasyl sus alabardas completamente rojas, la sangre goteando en hilos viscosos que se estiraban antes de romperse con un chasquido húmedo, Dragomir su enorme maza, con fragmentos de hueso incrustados en los pinchos como trofeos macabros, los tres eran altos —Olegar midiendo dos metros y treinta, Vasyl dos metros y veinte, Dragomir dos metros y cuarenta— pero Gustav los eclipsaba por completo, su figura imponente como una montaña viviente y carnívora, sus ojos brillando con ferocidad y hambre animal que hacía palidecer a los lobos, no eran cazadores comunes, eran depredadores con hambre insaciable, el aire entre ellos crepitando con la promesa de una violencia primordial y desatada.
El corcel de Gustav piafó con impaciencia, pateando un cráneo aplastado que rodó hacia los hermanos, salpicando fragmentos de diente astillado y hueso pulverizado, mientras el Martillo Silente alzaba su arma en un gesto de saludo y desafío letal, el viento llevando el hedor abrumador de la masacre circundante, los gritos distantes de la batalla aún resonando como un telón de fondo infernal y caótico. El aire se tensó como una cuerda al borde del quiebre, el claro palpitando con el eco de cañones distantes y rugidos de Gorraks, el suelo temblando bajo el peso de cargas lejanas donde infantería y caballeria chocaba en muros de acero. Los hermanos, jadeantes pero inquebrantables, formaron una línea frente a él, sus monturas resoplando vapor sanguinolento de narices dilatadas, músculos tensos bajo bardas salpicadas de vísceras frescas y humeantes, el momento colgando en el aire como una hoja afilada a punto de caer en un corte mortal, la adrenalina palpitando en sus venas como un tambor de guerra primordial, prometiendo un clímax de brutalidad que haría palidecer todo lo anterior en la garganta de Vrakor, el valle entero conteniendo el aliento ante la inminente colisión de titanes sedientos de sangre.