Ficool

Chapter 14 - El descenso de la noche: parte 3

La limusina frenó de golpe.

Nadia apenas alcanzó a alzar la mirada cuando una barricada de vehículos en llamas se alzó ante ellos, como una escena arrancada del infierno. Por un momento pensó que era solo su imaginación… hasta que el fuego se tragó el camino, devorando toda posibilidad de escape.

El conductor maldijo en voz baja y giró el volante con brusquedad. El coche patinó. Los neumáticos chillaron, buscando desesperadamente una salida.

—¿Qué…? —susurró Ethan, sin comprender aún lo que estaba por desatarse.

Nadia apretó una mano contra su pecho, como si intentara contener la desesperación. Y entonces, la realidad estalló.

Los disparos rompieron el parabrisas como si fuera de papel.

Luego, de un silencio irreal.

El conductor se desplomó contra el volante.

El pitido del claxon fue su despedida: largo, agudo… como un grito que nadie atendía.

Ethan sintió cómo el aire lo abandonaba al oír a varias personas acercarse con inquietante coordinación.

—¡Abajo! —gritó. No sabía si la voz era suya. Solo sabía que debía moverse.

Se lanzó sobre Nadia sin pensar.

La rodeó con el cuerpo como si eso bastara. Como si sus huesos pudieran detener balas.

No era valentía. Era el miedo de perderla. Miedo de no hacer nada.

—¡Salgan ahora mismo! —rugieron voces desconocidas.

Quiso hablar. Suplicar. Ofrecer dinero, poder, cualquier cosa.

Pero el miedo le apretó la garganta… y no salió nada.

La puerta fue arrancada como si la piel del coche se resquebrajara de golpe, y, en un parpadeo, el cañón de una pistola le presionaba la frente. No tuvo tiempo de gritar. Ni siquiera de pensar.

—Esto no tiene nada que ver contigo. La señorita viene con nosotros. Suéltala… si quieres seguir respirando.

Lo entendió en un instante: no podía salvarla… pero quizás sí retrasarlos. Se lanzó contra el encapuchado, evadiendo el primer golpe con una agilidad que no esperaban; su cuerpo giró con precisión y contraatacó con todo su peso, directo a las costillas.

El impacto fue limpio… pero demasiado débil.

Al llegar la respuesta. El mundo giró a su alrededor cuando el golpe le dio de lleno en el rostro. Al caer, su espalda se desgarró al rozar el asfalto, y un segundo después, el sabor metálico de la sangre le invadió la boca como un trago amargo que no podía escupir.

—¿No se suponía que estaría sola? —murmuró uno, con impaciencia.

Intentó moverse, pero su cuerpo temblaba. Tenía que resistir. Cada segundo contaba como una oportunidad para que la ayuda llegara.

—¡Nadia… huye! —gritó.

Aunque ya no era un grito. Era un vómito de dolor.

Intentó levantarse, pero una bota lo aplastó con brutal desprecio.

—Quédate abajo, niño —escupió el hombre.

Nadia lo miró una última vez. No dijo nada, pero su expresión lo decía todo: "Perdóname por no poder quedarme."

Luego, la oscuridad se la tragó… y a él con su impotencia.

Cuando Estefan y su equipo llegaron, la escena hablaba por sí sola.

La limusina, antes símbolo de poder y prestigio, yacía hecha trizas, como un cascarón de metal retorcido y salpicado de sangre.

A su alrededor, la carretera crujía bajo el viento, que arrastraba fragmentos de vidrio como si el propio aire llorara por la violencia que había estallado allí.

No había cuerpos a la vista. Solo silencio, y la duda insoportable de haber llegado demasiado tarde.

Al bajar de la camioneta, observó en silencio cómo sus hombres aseguraban el perímetro. Caminó con pasos pesados, como si cada uno lo hundiera más en la certeza de su fracaso.

Investigó la carretera con linterna en mano, buscando desesperadamente cualquier señal de vida entre el humo y el polvo que cubría el asfalto.

Al pisar algo pegajoso, se agachó con torpeza. Al iluminar la zona, vio una fotografía… pero algo en ella le robó el aliento. Unas gotas de sangre manchaban un borde, como si el pasado mismo hubiese sido herido.

Era una imagen sencilla: Ethan sonreía con inocencia. Ester era una niña insegura, que seguía a su señor como una sombra leal. Y él, en medio de los dos, sonreía como si nada en el mundo pudiera separarlos.

Un nudo le apretó la garganta. La culpa lo abrazó con la crudeza de un viejo enemigo… uno que conocía cada rincón de su debilidad.

Los sonidos se volvieron lejanos, como si vinieran desde el fondo de un túnel.

Y en medio de ese silencio, la fotografía temblaba entre sus dedos…

No era solo un recuerdo: era una promesa incumplida.

Aurora se la había confiado en su lecho de muerte. Y ahora, él ni siquiera podía honrar la memoria de su señora.

Un grito se formó en su pecho. Intentó tragárselo, pero no pudo.

—¡Maldición!

Golpeó el suelo con el puño cerrado. Una, dos veces… hasta que la sangre serpenteo. Luego, con la mandíbula apretada, extrajo algo de su bolsillo. Lo sostuvo un instante. Y entonces lo lanzó con fuerza, como si pudiera alejar con ello la carga que lo consumía.

El brillo del metal bajo los postes fue el último destello… de una promesa vacía. Y de una esperanza que ya ni siquiera sabía si le pertenecía.

—¿De qué sirve una placa de agente… si no puedo proteger a quienes más amo?

Aunque su voz aún temblaba, su decisión era firme. Ordenó a su equipo reunir hasta el último indicio: casquillos, huellas… cada pieza era una pista, un hilo en ese rompecabezas que necesitaba ser resuelto.

Antes de retirarse, se detuvo frente a la limusina. Por un momento, juró haber escuchado sus voces entre el viento. Pero solo había silencio… y ausencia.

En su mente, los imaginaba como espectros atrapados en un eterno juego de persecución y huida.

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