Hay días que parecen iguales … pero esconden algo distinto. Días que comienzan con la misma rutina, el mismo café frio, las mismas preocupaciones … y, aun así, llevan el silencio la promesa de un cambio que nadie espera …
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Y el primer síntoma era el aire que se sentía más pesado; ya no era solo un gas que respiraba sin pensar, si no una presencia que se pasa sobre la piel como una advertencia … Es una presión invisible, constante, como si la atmosfera misma fuera una cúpula del cristal agrietado, vibrando al borde del colapso … Cada inhalación se convierte en un acto de resistencia, como si el mundo estuviera a punto de exhalar por última vez …
La luz que entra por la ventana no era la misma de siempre: parecía más tenue, más distante, un color tenue, un color ceniza que sol duda en entregar. No ilumina, apenas roza las superficies, como si temiera revelar algo que no debería ser visto …
Afuera, la ciudad murmura con su ruido habitual, pero hay una disonancia en ese murmullo, el sonido sordo de una costura deshilándose en el fondo. Es como si la realidad estuviera perdiendo cohesión, como si el tejido invisible que sostiene lo cotidiano comenzara a desgarrarse, hilo por hilo, sin que nadie lo note … excepto el.
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El despertador del celular sonó a las seis y media de la mañana, pero Antoine ya estaba despierto. No por insomnio, si no por costumbre. Por una ansiedad sutil que se había vuelto su sombra, adherida a su piel como el frio de la madrugada. Pues había algo en las mañanas que lo hacía recordar lo frágil que era todo; la luz incierta que filtraba por la cortina, el murmullo lejano de la ciudad que aún no despertaba del todo, y ese silencio que precedía al caos cotidiano.
Se incorporo lentamente, como si su cuerpo necesitara negociar cada movimiento con la gravedad … El camino hacia el baño, arrastrando los pies con una pesadez que no era física, si no emocional … Frente al espejo, se vio un reflejo de un rostro que conocía demasiado bien: un joven de 23 años, con el cabello negro al desordenado, la barba incipiente y una mirada que parecía haber más derrotas que amaneceres …
Sus ojos no brillaban … No eran los de alguien que soñaba, si no los de alguien que resistía … Cansados, sí, pero firmes. Como si detrás de cada pestañeo se escondiera una batalla silenciosa … No era alguien al que podríamos poco agraciado, tampoco atractivo. Era simplemente … el … Un rostro que se perdería entre la multitud, como una hoja más en el viento de la ciudad.
Antoine estudiaba es una universidad privada, y si, era un universitario, estudiaba por un futuro próspero como cualquier persona que quisiera salir adelante … Él estudiaba de una manera poco vista, de manera o modo semipresencial, en otra ciudad donde iba todos los fines de semana … Cada ciclo, cada día era una guerra contra el tiempo, el dinero y el agotamiento. Pues sus padres pagaban sus estudios con esfuerzo, con sacrificios que no veían en los recibos de la matricula. No era un genio, ni un prodigio. Pero se aferraba a cada oportunidad como si fuera la última tabla en medio de un naufragio. Su inteligencia no era brillante, pero si persistente. Y en ese mundo, a veces, persistir era más valioso que destacar …
El volvió a su habitación … El aire olía a humedad y a rutina. Sobre su mesa de madera, se podría ver una laptop encendida que mostraba un correo de la universidad donde él estudiaba … "Recordatorio: Entrega del proyecto final antes de las 11:59 pm." Antoine dio un suspiro. No por sorpresa, si no por resignación. Pues era otro día igual. Otro ciclo que exigía más de lo que ofrecía. Clases virtuales por la mañana, trabajo parcial por la tarde, tareas hasta la madrugada. Y entre todo eso, el silencio de una vida que parecía avanzar si moverse …
Se sirvió un café frio, el mismo que había olvidado en la mesa la noche anterior. Lo bebió sin gusto, como quien cumple un ritual que ya no tiene sentido. El sabor amargo, pero no por el café en sí, sino por lo que representaba: horas robadas al descanso, decisiones tomadas por necesidad, y sueños que se diluían entre responsabilidades …
Miro la maleta abierta junto a la cama. Ropa doblada con cuidado, cuadernos, cargadores. Todo listo para el viaje que hacía cada fin de semana. Antes de cerrar la maleta, pensó en sus padres. En las noches donde las voces se convertían en cálculos. En los suspiros que no querían ser escuchados. En los silencios que decían más que cualquier palabra …
Ellos nunca se quejaban. Pero Antoine lo sabía. Cada sol invertido era un sacrificio. Cada ciclo pagado era una herida que no sangraba, pero dolía. Recordaba las manos de su padre, ásperas, marcadas por los años de trabajo. La mirada de su madre, siempre preocupada, siempre fuerte. Y en medio de todo eso, el. El hijo mayor que debía lograrlo. El que no podía fallar …
—No puedo fallarles… no después de todo lo que hacen por mí —susurró, como si el aire pudiera entenderlo.
Esa frase no era nueva. La repetía cada mañana, cada noche, cada vez que el cansancio lo tentaba a rendirse. Pues era el motor silencioso que, como una sombra, lo empujaba a seguir adelante …
Las horas pasaron rápido. Cuando el reloj marco las 10:50 pm., Antoine salió de la casa, no antes de despedirse de sus padres y de su hermano pues este fin de semana era un día crucial, daría su examen final para comenzar otro ciclo, pero el ya estaba preparado pues valoraba cada segundo del tiempo, y no podía fallar en sus estudios, no podía fallar a sus padres que le daban la oportunidad de ser mejor, ser profesional …
Antoine salió de su casa con la mochila al hombro y la maleta pequeña donde guardaba solo lo necesario en la mano. A pesar de su prisa, el aire nocturno estaba frio, y la calle sorprendentemente, en un silencio que no era habitual. El taxi debería llegar pronto dijo para sus adentros; pues su bus salía a las 11:15 pm., y no podía permitirse llegar tarde. El reloj seguía su marcha, indiferente, marcando cada segundo como si no supiera que algo estaba a punto de romperse.
Antoine, de pie en la vereda, sentía que el mundo lo observaba en silencio …
Mientras esperaba, miro a su alrededor … Todo parecía normal … y sin embargo, fue en ese momento, en ese preciso instante que la realidad dejo de serlo …
La primera señal no fue la ausencia, sino la presencia abrumadora de algo que no debía estar allí. El silencio no era el de la noche, ni el de una calle tranquila. Era un silencio absoluto, como si el universo hubiera dejado de respirar. No había viento, ni ecos, ni el más mínimo murmullo. Era como si el mundo se hubiera detenido, suspendido en una pausa que no pertenecía al tiempo.
El aire cambio. Ya no era liviano ni invisible. Se volvió denso, opresivo, como si cada molécula se hubiera cargado de gravedad. Antoine sintió como la presión se acumulaba en su pecho, como si el entorno quisiera aplastarlo desde dentro. Respirar se volvió difícil, no falta de oxígeno, sino porque el aire parecía resistirse a entrar en sus pulmones. Era como si el mundo lo estuviera empujando hacia otro lugar, hacia otra realidad.
Su corazón comenzó a golpear con fuerza, no por esfuerzo físico, sino por una alarma interna, un instinto que gritaba que algo estaba terriblemente mal. Y entonces, la escucho, la voz …
No la escuchó con los oídos. La sintió en lo más profundo de su ser, como si cada célula de su cuerpo vibrara al compás de un mensaje que no pertenecía a este mundo. Era una voz antigua, imposible, que no preguntaba: sentenciaba.
—¿Estás dispuesto a caminar por el sendero prohibido?
Antoine quiso responder, pero su garganta se cerró. No por miedo, sino porque las palabras humanas no tenían lugar en ese momento. El tiempo se quebró. No se detuvo: se rompió. El suelo bajo sus pies no desapareció, se deshizo, como si la realidad misma se estuviera desmoronando. El asfalto se convirtió en polvo, y ese polvo fue tragado por una oscuridad sin fondo.
El vértigo lo envolvió. No era una caída física, era una desconexión total. El concepto de arriba y abajo dejó de existir. El cielo se transformó en una danza de luces y sombras, como si alguien hubiera rasgado el velo del mundo y detrás solo quedara caos. Era como mirar el alma del universo… y descubrir que estaba rota.
Y Antoine cayó.
Pero no cayó como un cuerpo que obedece la gravedad. Cayó como una conciencia que se desprende de su ancla. Su cuerpo, su mente, su historia… todo se deslizaba hacia un abismo que no tenía fin. No había suelo, ni destino. Solo una caída eterna, como si estuviera siendo absorbido por algo que no tenía nombre.
El terror no era la muerte, sino la certeza espantosa de que la fina membrana que separaba su vida de esfuerzo de lo imposible se había roto justo en el momento en que se había jurado no fallar. La promesa que lo sostenía, el sacrificio que lo definía se deshacía en un lugar donde el esfuerzo no tenía sentido, donde las reglas eran otras, donde el dolor no era humano.
Y mientras caía, no comprendía. No podía. Solo sentía. Sentía que el mundo que conocía ya no lo contenía. Que algo lo había arrancado de su realidad sin permiso, sin explicación. Lo imposible ya no era una idea lejana, ni una fantasía. Era un hecho. Un hecho que lo envolvía, lo devoraba, lo transformaba.
No entendía qué estaba ocurriendo. Solo sabía que ya no estaba en casa, ni en la ciudad, ni en el mundo que había conocido. Y eso, más que cualquier otra cosa, lo llenaba de un miedo que no sabía cómo nombrar.
